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Tradiciones Folklore y Valores de Venezuela
Música
Música académica
El cultivo de la música académica en Hispanoamérica tuvo sus
principales centros de irradiación en los virreinatos de
Nueva España, Perú y Nueva Granada. Lo mejor del
repertorio polifónico renacentista italiano y español se
difundió a través de las catedrales de los mencionados
virreinatos. Simultáneamente,
inspirados en las obras de Palestrina, Victoria,
Morales, Guerrero y tantos otros, los maestros de capilla
radicados en América o nacidos en ella, comienzan a
componer para el oficio religioso en el estilo predominante
entonces en Europa. De la escritura polifónica a capella
del siglo XVI se pasa, en el siguiente y hasta mediados del
XVIII, al complejo y rico estilo barroco, caracterizado por
el uso del contrapunto vocal sobre un bajo continuo. A
partir de 1750, la escritura contrapuntística va siendo
suplantada por otra homofónica con un sencillo acompañamiento
de 2 o 3 violines y ocasionalmente algún otro instrumento
(oboes, flautas, trompetas) sobre el bajo continuo. El
antiguo villancico polifónico, por influencia estilística
de la cantata barroca se transforma gradualmente desde el
siglo XVII en una composición para solista, acompañada con
bajo continuo y violines en la que alternan el estribillo
con las coplas en una sucesión de arias, dúos y coros. En
otro género importante de composición como lo es la ópera,
América sufre la influencia del gusto de la casa reinante
en España, la dinastía de los Borbones, quienes en el
siglo XVIII implantan el estilo barroco y la ópera italiana
por influencia del cantante Carlo Broschi, Farinelli. El
estilo musical eclesiástico
europeo de fines del siglo sigue las huellas de la ópera
italiana contemporánea,
consistente en una sucesión de recitativos acompañados,
arias da capo y coros homófonos. La producción musical
religiosa de esta época no llegó a tener un estilo
definido; osciló entre las expresiones de la lírica
profana y los convencionalismos técnicos, entre la monodia
acompañada y los recursos de la sinfonía concertante.
Estas expresiones del barroco tardío se difunden por América
y tienen un florecimiento inusitado en 2 regiones: Minas
Gerais (Brasil) y Caracas (Venezuela).
Venezuela, provincia de economía predominantemente agraria, no tenía
oportunidad de acumular riquezas como la tuvieron otras
colonias, con lo cual pudiera solventar toda clase de
manifestaciones artísticas. De acuerdo con el estudio
preliminar de El libro parroquial mas antiguo de Caracas,
hecho por Stephanie Bower Blank, los miembros de la sociedad
caraqueña del período colonial se agrupaban en 3 categorías
bien definidas: la «clase superior», la «gente común» y
la «gente inferior». Los miembros de la «clase superior»
se caracterizaban por pertenecer a una familia de
conquistadores o colonizadores, por ser propietarios de
vastas extensiones de tierras, por ser titulares de una
encomienda y por ejercer oficios municipales. La «gente del
común» la integraban artesanos y modestos funcionarios de
origen europeo. La «gente inferior» estaba constituida por
todos aquellos que no eran blancos y que de alguna manera
tenían un vínculo de dependencia con la «clase superior»
o con la media: eran los indios, mulatos, pardos, zambos y
negros esclavos. Desde el punto de vista social esta «gente
inferior» estaba dividida en «cuatro categorías
principales: esclavos, indios encomendados, sirvientes y
pardos o mestizos libres». Es precisamente de esta categoría
de los «pardos» y «mestizos libres» que surgirá
la mayoría de los músicos que cubren el período
que llega hasta la independencia.
Las actividades musicales de Venezuela en el período colonial se
iniciaron y desarrollaron igual que en los demás países de América, como una necesidad de los misioneros «…de
proveerse de buenos colaboradores para el mejor servicio del
culto…», y condicionados al repertorio religioso
practicado en los templos al servicio de la liturgia. No es
de extrañar entonces que debieran comenzar en la diócesis
que creara Clemente VII en Suramérica: la de Coro, mediante
la bula Pro excellenti praeeminentia expedida el 21 de junio
de 1531. De las actividades musicales llevadas a cabo en la
catedral de Santa Ana de Coro nada se sabe hasta 1580, año
en que fray Juan Manuel Martínez Manzanillo se encarga de
la diócesis y ordena la redacción de «…las primeras
actas capitulares de la catedral de Coro, que todavía
sobreviven…» Sin embargo, fuera del cargo de chantre que
desempeñó desde un comienzo Juan Rodríguez de Robledo, «…buen
eclesiástico, cantor
contralto y tiene natural de voz…», no hubo otras
actividades que el canto llano para la misa y la salve,
debido a la extrema pobreza de la región. A pesar de todos
los esfuerzos episcopales, nunca llegó a mejorar la situación
de la música en Coro. El 20 de junio de 1637, por real cédula
se autorizó la traslación canónica de la sede a Caracas.
Como consecuencia de dicha resolución «…fue ascendida a
la categoría catedralicia la primitiva iglesia parroquial
de Santiago de León…» A partir de esta fecha, la
catedral de Caracas se convertirá paulatinamente en el centro de las más destacadas actividades musicales del país. La preocupación
profesional por la música comienza realmente con la
construcción de la catedral después del terremoto de 1641.
Dice José Antonio Calcaño que a comienzos de 1657 ya había,
además del
organista, 6 capellanes de coro y un bajonista. Al año
siguiente se contrata a José Fernández
Montesdeoca como tenor y tiple. De este modo quedó
constituido con carácter permanente un conjunto de músicos con posibilidades de
ejecutar las obras musicales que requerían las festividades
eclesiásticas más
importantes.
La música profana también cumplía su parte en la sociedad caraqueña
de la época. El capitán
Francisco Mijares de Solórzano, «…uno de los
principales personajes de la ciudad, tenía en su casa (...)
un clave grande que, posteriormente, ya para el año de
1669, había prestado al padre fray Felipe Salgado, del
convento de San Jacinto….» La existencia de un
instrumento tan importante para la época como lo era el
clave, implicaba la presencia de uno o más
ejecutantes del mismo, la práctica
y divulgación del repertorio musical escrito en
Europa para dicho instrumento y un público capaz de
disfrutarlo. Mientras tanto, la organización musical de la
catedral crecía de tal manera que ya en 1671 se hizo
necesario nombrar un maestro de capilla, cargo que recayó
en la persona del sacerdote Gonzalo Cordero. Sus funciones
como maestro de capilla consistían en ejecutar el órgano,
eventualmente el clave y en enseñar «…a los cantantes
del capítulo, a los niños de coro y a otros oficiantes de
la catedral, tanto canto llano como música figurada [polifónica]…»
El conjunto de músicos de la catedral lo integran desde
ahora, el «…maestro de capilla, sochantre, organista,
seis capellanes cantantes [tres de los cuales además tocan instrumentos] y seis niños…» En 1687, Francisco Pérez
Camacho entra a desempeñarse como maestro de capilla, cargo
en el que será confirmado
por el Cabildo eclesiástico
en 1693. Tres años después, «…el obispo Baños y
Sotomayor confía la cátedra
de música recién creada en el Colegio Seminario de
Santa Rosa, al maestro de capilla de la catedral….»
Refiere Héctor García Chuecos que en la constitución
octava de las formuladas en 1696 para el régimen del Real
Colegio Seminario de Caracas, que trata de la distribución
de las horas del día en el mencionado plantel, se lee
refiriéndose a la de las 10 a.m.: «A cuya hora acudirá
el Maestro de Música a dar lecciones de canto llano
a los seminarios y demás
que quieran, gobernándose
por ampolleta, en cuya lección gastarán
media hora (...) Esta clase por expresa disposición
del Obispo, estuvo anexa al cargo de Maestro de Capilla de
la catedral, que para la fecha lo era el presbítero don
Francisco Pérez Camacho. (...) Erigida la Universidad de
Caracas y solemnemente instalada el 11 de agosto de 1725, la
clase de Música pasó a formar parte del plan de estudios
del nuevo instituto, a cargo del mismo profesor que la leía
en el Seminario.» Pérez Camacho es así el primer criollo
que accede a los más altos
cargos musicales existentes entonces. En el cargo de maestro
de capilla se suceden respectivamente: Silvestre de Media
Villa, el padre Jacobo Miranda, Ambrosio Carreño, primero
de los músicos Carreño de Caracas, quien ejerce el cargo
entre 1749 y 1778, fecha en que renuncia; en 1789 le sucede
su hermano Alejandro. De modo que, a partir de 1771, fecha
de la fundación canónica del oratorio de San Felipe Neri,
existían en Caracas 4 maestros de reconocida competencia:
Ambrosio y Alejandro Carreño y los organistas Manuel de
Sucre y Pedro José de Osío, padre.
El movimiento musical conocido con el nombre de Escuela de Chacao es tal
vez el más asombroso
que se ha dado en América, por las circunstancias y
proyecciones del mismo. Siendo contemporáneo
del que se produjo en Villa Rica (Minas Gerais,
Brasil), el de Caracas lo supera y resulta más
difícil de comprender y explicar, dada la forma en
que surgió y se desarrolló. Hay aquí 2 personajes
fundamentales que son los que promueven la formación de
esta escuela: Juan Manuel Olivares como docente, y el padre
Pedro Ramón Palacios y Sojo como entusiasta impulsor,
financista y organizador de esta empresa musical inusitada
que dio como resultado la formación de más
de 30 compositores y más
de 150 instrumentistas. La vinculación del padre
Sojo con los maestros de la época se remonta a varios años
antes de la constitución del oratorio de San Felipe Neri.
Ya desde 1765 «…venía el padre Sojo utilizando los
servicios de este maestro [Ambrosio Carreño] en la
organización de la música para la fiesta de San Felipe
Neri que se celebraba todos los años en el Convento de las
Monjas Concepciones…» Dos preocupaciones fundamentales
inquietaban al padre Sojo luego de su ordenación como
sacerdote en 1762: la creación de una congregación nerista
y el establecimiento de una escuela de música. Ambas
empresas estaban íntimamente relacionadas entre sí. El
permiso real para fundar en Caracas la congregación lo
obtuvo con ayuda del marqués de Ustáriz
en 1764. En 1769 viajó a Italia para obtener la
autorización del papa Clemente XIV, quien se la otorgó por
la bula del 4 de diciembre de 1769. De regreso a Venezuela y
de paso por Madrid, aprovechó para adquirir instrumentos y
partituras de música profana y religiosa de la época. Ya
en Caracas, el 18 de diciembre de 1771, el obispo Mariano
Martí instala el oratorio. Se concretó así la aspiración
del padre Sojo de fundar la congregación en la que con
libertad se pudiese servir a Dios utilizando el arte y la
cultura, más concretamente
la música, como medio de propagación de la fe. La segunda
preocupación del padre Sojo era la de fundar una academia
de música para brindar educación musical a sus protegidos.
Al frente de ella puso a Juan Manuel Olivares. De esta
academia, con las enseñanzas de Olivares y orientaciones
del padre Sojo, surgió una pléyade de compositores que
constituyó la llamada Escuela de Chacao. Su nombre surgió
por el lugar donde se reunían periódicamente para estudiar
y ejecutar música: las haciendas La Floresta del padre
Sojo, cerca de Chacao, San Felipe del padre José Antonio
García Mohedano, también en Chacao y la hacienda de
Bartolomé Blandín (o Blandaín) en lo que es hoy el
Country Club. Además de
estos lugares, regularmente se reunían en el local de la
congregación de San Felipe, en la esquina de Cipreses.
Refiere el general Ramón de la Plaza citando a José
Antonio Díaz, autor de El agricultor venezolano, que «…el
único músico que había entonces en Caracas de algunos
conocimientos era Juan Manuel Olivares. El padre Sojo le
encargó la enseñanza de varios jóvenes que reunió con
este fin, y les llevaba a su hacienda de Chacao a pasar
temporadas en que, ayudado de Olivares, dirigía la enseñanza;
y fue así que la música floreció entre nosotros…»
Continúa más adelante
Ramón de la Plaza: «Olivares, como profesor, llegó a
alcanzar grandes conocimientos en el arte, los que transmitía
a sus discípulos con habilidad, poniendo en práctica los buenos ejemplos, y atrayéndoles con el estímulo
poderoso de los concursos». Aunque la documentación
encontrada hasta el momento no permite deducir con quién
estudió Juan Manuel Olivares, no es aventurado suponer que
lo hiciera con Ambrosio Carreño, quien había sido maestro
de otros músicos, entre ellos Bartolomé Bello, o con Pedro
José de Osío, quien si no llegó a impartirle las primeras
nociones de música y guiarlo en el arte de la ejecución
instrumental y de la composición, bien pudo enseñarle el
arte de la fabricación de claves en lo cual se destacaba.
No cabe la menor duda de que Olivares tuvo muchos discípulos,
pero lamentablemente hasta ahora no apareció la documentación
probatoria de cuáles de
ellos lo fueron realmente.
Los compositores integrantes de la Escuela de Chacao cultivaron casi
exclusivamente el repertorio musical religioso europeo del
siglo XVIII consistente en misas, misas de difuntos, tedéum,
salve, motetes, graduales, ofertorios, salmos, himnos,
lecciones de difuntos, lecciones para la Semana Santa, pésames
y tonos para la Navidad. Tal como sucede con el repertorio
de los demás países
de América Latina, es fácil
comprobar aquí, a través de los títulos, que
aparecen 2 géneros bien definidos, teniendo en cuenta su
carácter y
estilo: a) La música religiosa propiamente dicha, con texto
en latín, destinada al oficio litúrgico, y b) la música
profana de temática y
espíritu religioso con texto en español, inseparable de
las festividades religiosas (villancicos, aguinaldos, tonos
y pésames). La técnica y el estilo de la música
instrumental y vocal religiosa y profana cultivada en
Caracas con evidente influencia de Scarlatti, Pergolesi y
Sammartini, mejoró sensiblemente a partir de 1789 con el
conocimiento de partituras de Pleyel, Haydn y Mozart. El
estudio y la influencia de estos maestros europeos no se
tradujo en una imitación servil, sino que, por el
contrario, las obras venezolanas acusan una personalidad y
rasgos que anuncian la formación de características
nacionales. La conexión del movimiento musical existente en
la catedral de Caracas hacia mediados del siglo XVIII con
los compositores surgidos de la llamada Escuela de Chacao,
se produjo por intermedio de la obra de Juan Manuel
Olivares, Bartolomé Bello, José Francisco Velásquez,
padre, y otros. Simultáneamente
con las actividades de estos músicos, se fue
formando en la academia una numerosa generación de
instrumentistas y compositores. Entre los más
conocidos por la calidad e importancia de su obra
conservada figuran Cayetano Carreño, José Ángel Lamas,
Juan José Landaeta, José Francisco Velásquez,
hijo, Lino Gallardo, Pedro Nolasco Colón, Juan
Francisco Meserón, Atanasio Bello y José María Isaza. De
todo este grupo de músicos resalta especialmente la obra de
José Ángel Lamas. Es el único de todos ellos que está a la altura de los más
grandes compositores coloniales americanos. La
pobreza de recursos humanos, ya sea como cantantes o como
instrumentistas, enaltece aún más
los logros obtenidos por su inspiración en obras
como sus Tres lecciones para el oficio de difuntos, Salve
Regina, Popule Meus, Miserere y Misa en Re. Exceptuando el Dúo
para violines de Juan Manuel Olivares y los Cuartetos para 2
flautas, violín y bajo de Atanasio Bello, son las obras
profanas de concierto de Juan Francisco Meserón las únicas
que se conocen y conservan en cantidad apreciable. Hacia
1821 Meserón aparece radicado con su familia en el pueblo
de Petare, desempeñándose como maestro de capilla y director fundador de una escuela de
música. En 1824 publicó en la imprenta de Tomás Antero en Caracas, el primer texto de enseñanza musical
impreso en Venezuela, cuyo título es Explicación y
conocimiento de los principios generales de la música.
Meserón emplea frecuentemente en su orquesta una o dos
flautas, 2 clarinetes, a veces en sustitución de los oboes,
un clarín, un fagot y un trombón, además
de las trompas y cuerdas. La disposición
instrumental usada en casi todas las obras de los
compositores de la Escuela de Chacao es similar a la que en
Europa practicaron Giovanni Battista Sammartini, Johann
Stamitz, Carl Stamitz, Christian Cannabich, F. J. Gossec, A.
E. M. Grétry y F. J. Haydn en sus primeras sinfonías.
Fallecido el padre Sojo en 1799, dejó de existir la poderosa y
entusiasta personalidad que había cohesionado los esfuerzos
de todos los músicos surgidos en aquella época. A partir
de entonces, progresivamente, los músicos se fueron
agrupando alrededor de las principales personalidades
musicales y comenzaron un movimiento de expansión que
hubiera resultado sin precedentes en toda América, si no lo
hubieran impedido las sublevaciones y la Guerra de
Independencia, con las consecuencias inevitables de
inestabilidad social y económica. El nuevo movimiento
musical se fue perfilando hacia 3 zonas del país: oriente
(Cumaná), occidente
(Mérida) y Caracas, que continuó conservando la supremacía
de las actividades musicales. En Cumaná,
Bartolomé Bello y José María Gómez Cardiel se
encargaron de difundir la tradición musical caraqueña; en
Mérida, José María Osorio desempeñó una polifacética
actividad; en Caracas, José María Montero, perteneciente a
una familia dedicada tradicionalmente a la música, discípulo
de José Luis Landaeta, continuó con la tradición de
composiciones religiosas y «tonos». Dos hijos de Cayetano
Carreño: Juan Bautista y Juan de la Cruz y José Lorenzo
Montero, entre otros, proyectan hasta mediados del siglo XIX
las características de la música colonial de la Escuela de
Chacao. En Caracas, con el inicio del nuevo siglo, los
compositores pertenecientes en su mayoría a la relegada
clase de los pardos, comienzan a cultivar un nuevo género:
la «canción patriótica». Para ello se inspiran en los
cantos populares existentes y en las poesías de exaltación
patriótica que alentaban la revolución, como la Carmañola
americana, la Canción americana (para la que años después
Lino Gallardo escribiría la música) y el Soneto americano.
Atanasio Bello y José María Isaza, entre otros, cultivaron
con entusiasmo el nuevo género de la canción patriótica,
con la finalidad de alentar al pueblo en la consecución de
las reivindicaciones sociales y políticas que ellos mismos
pregonaban. De Juan José Landaeta (según Juan Bautista
Plaza) o de Lino Gallardo (según José Antonio Calcaño) es
la canción patriótica Gloria al bravo pueblo, consagrada
luego como himno nacional por el presidente Antonio Guzmán
Blanco en 1881.
Hacia la década de 1830 comienzan a infiltrarse en Venezuela las ideas
románticas; lo
hicieron primero a través de manifestaciones de orden
literario en la prensa, en la vida social y en las
representaciones teatrales. Al igual que en otros países
del continente, las condiciones sociales, políticas y económicas,
la escasez y precariedad de los escenarios de la época (por
citar algunas de las circunstancias adversas), no impidieron
que la ópera italiana aún dada fragmentariamente y sin
acción escénica, fuese la principal encargada de difundir
el romanticismo musical. Frente a estas tímidas y esporádicas
«representaciones» operísticas, se desarrollan rápidamente
las manifestaciones románticas
«de salón» circunscritas casi exclusivamente a la
canción y a la pieza instrumental para piano, violín o
canto y piano. El clave y aun el piano ya se cultivaban
durante el siglo XVIII, pero será
con el espíritu y las ideas del romanticismo que se
desarrollará un
vigoroso movimiento musical centrado alrededor del piano, el
que iniciado a mediados del siglo XIX, culminará
con Teresa Carreño. La música de salón evolucionó
hacia formas y fórmulas sencillas y accesibles a todas las
clases sociales y condiciones técnicas e intelectuales de
sus cultivadores. Por eso el repertorio para piano
especialmente, es el que marca rumbos en ese sentido,
propiciando la creación de fórmulas cadenciales que
invariablemente oscilaban entre la tónica, la dominante y
algunos otros tonos vecinos; la melodía, y en consecuencia
la forma, venía determinada por la aplicación del número
de compases destinados a la misma, los que siempre consistían
en 4 o múltiplos de 4. Es la época de la melodía acompañada,
del virtuosismo planístico reducido a sus expresiones más
pueriles como la repetición invariable de escalas rápidas,
acordes arpegiados, 3 trinos extensos, trémolos,
repetición de notas, pasajes cromáticos
en terceras y sextas y muchas otras fórmulas por el
estilo. Un ejemplo interesante y revelador de la importancia
y divulgación que tenían el piano y otros instrumentos
musicales, así como el repertorio usado tanto en el género
profano como en el religioso durante el período romántico,
nos lo da el siguiente aviso del diario El
Federalista: «Música, Música y más
Música. Al gran bazar. Óperas italianas: piezas de
óperas; Oberturas escogidas para piano a 2 y 4 manos.
Piezas fáciles y
variaciones brillantes. Piezas escogidas para flauta sola,
flauta y violín; para viol, viol. y piano, guitarra sola y
guit. y flauta. Tríos para piano, violín, violoncelo. Música
sagrada para orquesta por Diabelli, Cherubini, Ruffuer y
Haydn. Métodos y estudios para canto por García, Panseron,
Bordogni y Rigliani, para piano, para violín, etc.
Instrumentos de música: Piano-fortes, etc.»
En el siglo XIX desaparece la hegemonía del templo como centro de
actividades musicales y comienza a prosperar la música
profana en los salones sociales primero y luego en los
teatros. Un ejemplo característico de este proceso fueron
las reuniones artísticas en la casa de los Ustáriz,
familia de la cual era miembro Francisco Javier de
Ustáriz, patriota
y músico. Esta situación se prolongó hasta entrado el
siglo XX, época en que comenzarán
con regularidad las actividades teatrales y de
concierto. Las agrupaciones instrumentales, de vida efímera
y circunstancial, ya habían hecho su aparición a mediados
del siglo XVIII. En el siglo XIX, entre los años 1819 y
1820 aparece una orquesta adscrita a la Academia de Música
fundada por Lino Gallardo: la Sociedad Filarmónica. Un año
después, surge una nueva agrupación instrumental que
funcionará hasta
1826 bajo la dirección de Atanasio Bello y Luis Jumel.
Hacia 1831 se vuelve a fundar otra Sociedad Filarmónica por
parte de los anteriormente nombrados, a los que se sumó José
María Isaza. En las informaciones de dicha sociedad,
publicadas en hoja impresa por Tomás
Antero, se dice acerca del repertorio, que en los
conciertos se ejecutarán «…sublimes oberturas y sinfonías, conciertos obligados de
diversos instrumentos, y piezas de canto, procurándose
que todo sea lo más
selecto en su género….» En 1893, Celestino Lira
fundó la Filarmónica Santa Cecilia en Petare y la «banda»
del estado Miranda. En estas actividades le sucedió su hijo
Germán Ubaldo.
Desde fines del siglo XVIII, junto con las actividades instrumentales ya
mencionadas, abundan las representaciones de comedias,
tonadillas y sainetes en el teatro de El Conde. A estas
manifestaciones escénicas se suma desde 1808 la actuación
de una «compañía» de ópera francesa que despierta el
entusiasmo de los caraqueños por estas expresiones líricas.
Desde 1822, con la visita de artistas líricos italianos
comienza a predominar en el gusto del público la ópera
italiana, cuya influencia y repertorio cada vez más
amplio, queda de manifiesto en la inauguración del
teatro Caracas en 1854 con la representación de Ernani de
Giuseppe Verdi. En este teatro el 26 de abril de 1873 se
estrenó la ópera Virginia del compositor venezolano José
Ángel Montero. Este tipo de teatro lírico
continuará modelando
el gusto estético romántico
del pueblo caraqueño acentuándose
con la inauguración del teatro Guzmán
Blanco (hoy teatro Municipal) en 1881, con la ópera
El trovador de Verdi. De todas las microformas cultivadas en
el romanticismo en Europa y en América: nocturnos,
preludios, fantasías, rapsodias, polonesas, mazurcas,
polcas, contradanzas y cuadrillas, entre otras, sólo 2
arraigaron en el pueblo venezolano: la canción y el vals.
El repertorio romántico
se ampliará paulatinamente
con el cultivo de obras para piano y orquesta; fantasías,
rapsodias y paráfrasis
para piano, para orquesta y para banda, sobre temas
de zarzuelas y de óperas, género con el que culmina la
creación romántica. La
canción romántica fue
el cauce expresivo de los aspectos sensibleros de la época
y se constituyó en la base del próximo movimiento musical
de orientación nacionalista. Pero la técnica empleada en
su armonización, en el giro de las melodías, es una
herencia recibida directamente a través de las distintas
generaciones de la Escuela de Chacao, especialmente de
aquellos «pésames» y «tonos». Entre las danzas de salón,
el vals se adaptó, como lo hizo en otros pueblos
suramericanos, a la idiosincrasia del pueblo venezolano,
cambiando su denominación por la de «valse». Este «valse»
venezolano modificó su movimiento, haciéndose más
vivaz; lo mismo sucedió con su figuración rítmica.
También adaptó el sentido expresivo de su melodía a las
prácticas musicales
del pueblo, mediante el uso de la síncopa y del
contratiempo y de su división formal en 2, ocasionalmente
en 3 partes. El «gran vals» de influencia vienesa, de más de 3 partes, es europeo o imitación del europeo y su
popularización se hizo a través de las bandas de los
pueblos. Estas agrupaciones musicales fueron sin duda el
principal agente divulgador en todo el país de las formas
musicales cultivadas durante el siglo XIX y parte del XX. A
propósito de las transformaciones sufridas por el vals,
refiere Calcaño: «En Venezuela, como sucedió también en
otros países latinoamericanos, adquirió el valse una
riqueza rítmica desconocida en Europa. (...) Los
ejecutantes populares, al adoptar el valse, fueron incorporándole diseños rítmicos del joropo, elementos del seis por ocho de
algunos bailes españoles o nativos, del tipo de zapateado,
y, además, toda
una serie abundante de síncopas de origen tal vez africano,
y no sabemos hasta qué punto de fuentes indígenas. (...)
Así llegamos a tener en el valse criollo una superposición
de diferentes ritmos y hasta de diferentes compases, que
hacen en nuestro valse una especie de contrapunto de ritmos».
Uno de los más importantes
maestros de la época, pianista y compositor de valses para
piano, Salvador Llamozas, al explicar la forma del vals
venezolano dice que está
constituido normalmente por 2 partes,
excepcionalmente por 3: «…la primera escrita
ordinariamente en el modo menor, es melancólica y pausada;
la melodía ondula suavemente. (...) Al comenzar la segunda,
el ritmo se aviva y enardece, y hace su estallido el
entusiasmo. (...) Viene después la tercera parte a
atemperar tales transportes de alegría, a establecer una
especie de diálogo, festivo y galante; aunque de ordinario consta nuestro valse
de sólo dos partes…» El vals fue la forma musical por
excelencia del período romántico
venezolano; se impuso hacia la década de 1870. Con
las variantes propias de cada región, se llegó a formar un
repertorio que iba desde lo popular hasta las expresiones
académicas más refinadas.
En tanto que el repertorio popular de valses se difundía a
través de pequeños conjuntos instrumentales y de bandas,
los valses más sofisticados
estaban escritos únicamente para el piano. Mientras aquéllos
se basaban en una armonización elemental, cadencias y ritmo
de todos conocidos, al punto que se escribía sólo la melodía
dando por supuesto el resto; los valses para piano se imprimían
en Caracas y en Europa y hacían gala de los más
exquisitos y rebuscados procedimientos técnicos del
sistema de composición para piano de la época. El período
de florecimiento de esta forma abarca casi un siglo: desde
mediados del XIX hasta el primer tercio del siglo XX, al
punto que Rházes Hernández
López propone llamarlo «período del valsismo». El
valse va acompañado del auge del piano, instrumento que no
podía faltar en la sala de toda casa de familia que se
preciara de culta y de poseer cierto status social. Sobre
esto Alirio Díaz dice: «…nunca como hasta entonces había
alcanzado el piano mayor aceptación en la refinada sociedad
caraqueña, la cual llegó a considerarle un elemento
importante en la formación espiritual femenina. Gracias a
esto tuvimos, en la segunda mitad del siglo XIX, un grupo
conspicuo de damas pianistas que sobresalieron no sólo como
brillantes intérpretes, sino además
como excelentes compositoras. (...) dentro de ese
grupo quien alcanzó universal renombre como intérprete fue
Teresa Carreño, inigualable en su época….» Existió más
de un centenar de pianistas y violinistas
compositores aficionados unos, profesionales otros. Algunos
de estos músicos se formaron en Europa, otros en Estados
Unidos y la mayoría realizaron sus estudios en Caracas con
profesores venezolanos y extranjeros que enseñaban en
diferentes instituciones oficiales y privadas. Entre los
numerosos pianistas compositores venezolanos de esa época
destacan: Juan Bautista Abreu, discípulo a su vez de José
María Montero, Martín Díaz Peña, Sebastián
Díaz Peña, Rafael María Saumell, María Saumell,
Jesús María Suárez,
Narciso Salicrup y Salvador Llamozas, quien durante más de 30 años contribuyó a la formación de varias
generaciones de pianistas románticos
y a la divulgación de la música a través de su
imprenta musical y de la revista quincenal de música y
literatura Lira Venezolana, que fundara en 1882.
El estudio del piano fue algo fundamental en la educación musical
venezolana del siglo XIX; prueba de ello es la cantidad de
escuelas de música oficiales y privadas diseminadas por
todo el país, en las cuales se estudiaba preferentemente
dicho instrumento. Entre ellas se debe recordar
especialmente la Academia de Bellas Artes fundada en 1849,
el Conservatorio de Bellas Artes dirigido en 1870 por Felipe
Larrazábal, la
Academia Nacional de Bellas Artes (1887) y el Instituto de
Bellas Artes (1897). En todas ellas el programa de estudios
más importante
y obligado era el del piano. Los más
grandes compositores, auténticos representantes del
movimiento musical romántico son: Felipe Larrazábal,
Federico Villena, Ramón Delgado Palacios, Teresa
Carreño y José Ángel Montero. Varios de ellos, consumados
pianistas, dejaron importantes obras para dicho instrumento.
Pero no fue sólo en esa rama de la creación que se
destacaron, sino que también cultivaron con éxito dentro
de la estética romántica,
la música religiosa, la vocal, la de cámara
y la ópera. Las obras de estos compositores escapan
a ese romanticismo de tono menor y decadente que gustaba
cultivar la sociedad burguesa de la Caracas de la segunda
mitad del siglo XIX. De Felipe Larrazábal,
dice Rházes Hernández
López que es «…nuestro primer romántico,
tanto por su calidad como por su momento histórico
(...) quien era un pianista de exquisito gusto, interpretaba
preferentemente las obras clásicas alemanas con una delicadeza extremada…» El estudio de esas
obras explica el cultivo que hizo Larrazábal
de la sonata para piano y de la música de cámara,
representada por un Cuarteto, un Quinteto y 5 tríos
para piano, violín y violonchelo, de los cuales se destaca
especialmente el Op. 138 núm. 2, «…quizás
la composición más
importante de todo el siglo XIX en Venezuela…» La
influencia que ejerció sobre él la ópera italiana que se
divulgaba en Caracas se advierte en sus obras menores.
Federico Villena compuso más
de 300 obras en todos los géneros y de cada uno de
ellos nos ha dejado excelentes ejemplos. Al estilo pianístico
«brillante» de la época, corresponden sus Valses de
conciertos y la Fantasía para ocho pianos; en la música de
cámara, se
destaca su Aire variado Op. 52 (1887) para violín y piano;
y su Quinteto para piano, violín, violonchelo y contrabajo;
en la música religiosa una Misa a 4 voces, coro mixto y
orquesta y un Ave María (1881) a 3 voces y sexteto, que
continúan el estilo de la Escuela de Chacao. Ramón Delgado
Palacios, pianista, organista y compositor, era poseedor de
una técnica excepcional que siempre puso al servicio de la
expresión musical y no como era costumbre de la época,
como medio efectista y de lucimiento personal. Su producción
más importante
la constituyen sus valses para piano, obras escritas con un
sentido nacional pero con una alta técnica pianística y
una rítmica compleja. Teresa Carreño fue la personalidad
musical más destacada
como concertista de piano no sólo en Venezuela sino
internacionalmente. El perenne deambular propio de su
actividad artística le restaba tiempo para dedicarse a la
composición. Esta es precisamente una faceta poco conocida
de la gran pianista. Su producción guarda estrecha relación
con la técnica y procedimientos característicos de su
instrumento preferido y con el cultivo de las pequeñas
formas; todo dentro de una escritura depurada, sin
concesiones al gusto de la época. Compuso algunas obras
circunstanciales para solistas, coro y orquesta, pero su
obra cumbre es indudablemente su Cuarteto de cuerdas en si
menor (1896). Con José Ángel Montero culmina la serie de
grandes instrumentistas y compositores del romanticismo
venezolano. Por la circunstancia de ser hijo y al mismo
tiempo discípulo de José María Montero, se convirtió en
el nexo transmisor del estilo de la Escuela de Chacao. De
esta manera la tradición musical colonial llega casi hasta
comienzos del siglo XX a través de Juan Manuel Olivares,
maestro de José Luis Landaeta; por su parte éste lo fue de
José María Montero y éste, finalmente, de su hijo José
Ángel. Este último es uno de los compositores más
prolíficos que ha tenido el país. Encaró todos los
géneros y logró destacarse por igual en la música
religiosa y en la profana vocal e instrumental, de salón,
de conciertos y en la teatral. La actualización de sus
conocimientos sobre las últimas tendencias de composición
europeas, las adquirió a través del estudio directo de las
obras de aquellos músicos. Además,
por su vinculación con la zarzuela y la ópera, a
través de su actuación como violinista o flautista de las
compañías líricas que visitaban Caracas y como director
de la orquesta del teatro Caracas, adquirió los
conocimientos técnicos suficientes como para amalgamar
luego, en sus propias zarzuelas, los giros hispánicos
con los ritmos criollos e intentar su mayor ambición:
escribir una ópera. Esto se concretó con la composición
de su ópera Virginia sobre un libreto de Domenico
Bancalari. Se debe reconocer en Montero el esfuerzo que
significó pasar de la composición más o menos estereotipada de las pequeñas formas para piano, a
una creación compleja y de vastas proporciones como lo es
una ópera. Con estos compositores se cierra brillantemente
el período romántico
propiamente dicho y un ciclo de producciones
musicales de gran importancia en la historia musical
venezolana.
Hasta cumplido el primer cuarto del siglo XX se prolongarán
las manifestaciones románticas
tardías en las formas líricas y pianísticas.
Ejemplo de esto nos lo ofrecen las obras de Pedro Elías
Gutiérrez y de Manuel Leoncio Rodríguez. El primero de los
nombrados debe su fama al joropo Alma llanera, integrante de
la zarzuela homónima con texto de Rafael Bolívar Coronado
y a una serie de valses. Manuel Leoncio Rodríguez, influido
por los compositores alemanes, fue un genuino representante
del romanticismo tardío, especialmente con su obra Leyenda,
para violín y piano. Otro compositor cuya obra, estética y
estilísticamente corresponde al período que estamos
mencionando, es Reinaldo Hahn. Sin embargo, aunque nacido en
Caracas, su obra no tiene puntos de contacto con la historia
musical venezolana, pues desde muy niño se educó en París.
Allí desarrolló su vida y su producción artística. Se
destacó en la dirección orquestal, fue director de la Ópera
de París y como compositor abordó con éxito los más
diversos géneros. Logró renombre especial con sus
canciones Chansons grises, sus piezas de salón y sus
operetas Ciboulette, 1923; Mozart, 1925; Brummel 1931;
Malvina, 1935.
Las actividades musicales caraqueñas sólo habían sido tema de
comentarios periodísticos hasta 1883; en esta fecha la obra
del general Ramón de la Plaza Ensayos sobre el arte en
Venezuela ofrece con perspectiva histórica un panorama del
quehacer musical y plástico
del país hasta esa fecha. La obra está
escrita en el estilo de los «memorialistas» de la
época y aunque adolece de algunas inexactitudes, tiene el mérito
de ser la primera historia de las artes plásticas
y de la música que aparece en el país. Sus datos, aún
hoy, son fuente de consulta y de investigación obligada. A
partir de la última década del siglo XIX comienza la
brusca decadencia de las actividades musicales, las que se
ven reducidas a sus expresiones más
elementales: lo mismo sucede con la música
religiosa.
Las actividades musicales que se desarrollaron desde el período colonial
hasta el romántico, fueron
consecuencia de una evolución coherente con las
posibilidades del medio ambiente, que no impedían el
contacto con las expresiones musicales europeas de su época.
Luego del período guzmancista se suceden los trastornos políticos
y se acentúa una decadencia económica que produce, entre
otras cosas, un estancamiento en la producción musical que
se mantuvo durante casi 40 años hasta la década de 1930. Sólo
a partir de 1920, los jóvenes compositores de entonces
comienzan a actualizarse técnica y estéticamente. Se
produce por esa circunstancia una música nueva relacionada
con las tendencias europeas contemporáneas.
Debido a circunstancias fortuitas, hacia 1925 se
encontraban en Caracas, radicados o en tránsito,
una serie de aficionados a la música provenientes de
diferentes países europeos con actividades y profesiones
diversas; sólo los unía el vínculo común de su pasión
por la música. En las reuniones musicales que celebraban,
se estudiaban las partituras, se ejecutaban las obras para
piano y de cámara de
los compositores contemporáneos
y se escuchaban las 6 grabaciones fonográficas
de músicos hasta entonces desconocidos en Caracas.
Así fue que los jóvenes estudiantes de música de aquel
entonces tuvieron la oportunidad de empezar a estudiar a César
Franck y los compositores pertenecientes a la Schola
Cantorum, a Claude Debussy, Richard Strauss, Darius Milhaud
y Erik Satie. Aquel grupo renovador de la música venezolana
lo constituyeron inicialmente unos pocos músicos, con
acusadas diferencias en edad, en la formación cultural y en
los estudios musicales: José Antonio Calcaño, Miguel Ángel
Calcaño y Vicente Emilio Sojo. A ellos se sumaron luego
Juan Bautista Plaza, Moisés Moleiro, Juan Vicente Lecuna y
ejecutantes y cantantes como William Werner, Emilio Calcaño
Calcaño, Francisco Esteban Caballero y Ascanio Negretti
Vasconcelos. De los viejos, según José Antonio Calcaño, sólo
Manuel Leoncio Rodríguez se reunía con los jóvenes y se
interesaba por lo que hacían. Hacia 1920, integró con José
Antonio Calcaño, Richter y Francisco Esteban Caballero, el
primer cuarteto de cuerdas dedicado a estudiar y divulgar la
nueva música europea. Es evidente que la difusión de las
nuevas tendencias provocó una ruptura con los músicos
pertenecientes a la vieja escuela «valsística» y del «pianismo
romántico». Ello
hizo que simultáneamente
surgiera una nueva actividad: la crítica musical,
ejercida principalmente por José Antonio Calcaño con el
seudónimo de Juan Sebastián
y Juan Bautista Plaza, desde la prensa, la cual era
un excelente medio para justificar, aclarar, apoyar y
discutir las nuevas realizaciones.
Hacia 1925, la música de cámara era
la única con posibilidades de ejecución pues no existían
conjuntos orquestales y corales estables. La única
actividad artístico-musical que se ofrecía con cierta
regularidad en el teatro Municipal, eran las temporadas de
ópera italiana, debidas especialmente al empresario Adolfo
Bracale, entre los años 1917 y 1932. Rházes
Hernández López
dice: «Para entonces tres salas de espectáculos
contaban con sus Orquestas contratadas: eran los
cines Rialto, Capitol, el Teatro Calcaño y, posteriormente,
el teatro Ayacucho, cuyos directores, el violinista José
Lorenzo Llamozas y el Maestro Vicente Martucci, ofrecían
buenas audiciones con trozos de óperas y otras fantasías
orquestales. Entre los años de 1927 y 1928, nuestros
compositores cultos se reunían en la Escuela de Música y
Declamación [hoy Escuela Superior de Música José Ángel
Lamas] y allí cambiaban ideas sobre los problemas del
arte…» Un acontecimiento inesperado vino a incentivar aún
más el
entusiasmo de aquel grupo de jóvenes músicos. En diciembre
de 1927 actuó con gran éxito en el teatro Municipal de
Caracas el grupo de Coros y Danzas Ucranianos, integrado por
18 voces. Ello proporcionó la idea a: «…Emilio Calcaño,
quien siendo amigo de la agrupación rusa propuso a Juan
Bautista Plaza y a Vicente Emilio Sojo, director y
subdirector de la Tribuna Musical de la catedral de Caracas,
hacer una comparsa de coro ruso para los próximos
carnavales de 1928. (...) Aceptado el proyecto se constituyó
un pequeño coro compuesto por Sojo, Plaza, José Antonio
Calcaño, Miguel Ángel Calcaño, Emilio Calcaño y William
Werner. (...) El repertorio musical era de unos 20 números,
música compuesta por Sojo, Plaza, José Antonio y Miguel Ángel
Calcaño. Fue un éxito rotundo…» Por sugerencia de Isaac
Capriles a Vicente Emilio Sojo, se pensó entonces en
organizar un orfeón que llevaría el nombre de José Ángel
Lamas y que dirigiría Vicente Emilio Sojo. Para ello,
durante los años 1928 y 1929, Moisés Moleiro y los
compositores ya mencionados se dedicaron a escribir el
repertorio coral consistente en canciones y madrigales. La
presentación del conjunto coral integrado por más
de 80 voces tuvo lugar en junio de 1930.
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