Seccion:
Tradiciones Folklore y Valores de Venezuela
Música
Instituto Interamericano de Etnomusicología y
Folklore. (INIDEF): Se creó en 1970 por resolución del
INCIBA de Venezuela, por recomendaciones del CIDEM y el
Consejo Interamericano Cultural. En 1973 se firmó el
acuerdo entre el Gobierno de Venezuela y la Secretaría
General de la OEA por el cual el INIDEF es reconocido como
Centro Multinacional del Programa Regional de Desarrollo
Cultural. Entre sus objetivos se encuentran: salvar y
utilizar el patrimonio etnomusicológico y folklórico de
los países americanos, centralizar en un archivo las
colecciones de música, de instrumentos musicales y de
folklore en general, para consulta, estudio y proyecciones,
además de
preparar técnicas en diferentes especialidades. Su órgano
divulgativo es la Revista Inidef. Posteriormente y siempre
adscrito al Consejo Nacional de la Cultura (CONAC), se creó
el Centro de las Culturas Populares y Tradicionales (CCPYT),
con la integración del Instituto Nacional de Folklore
(INAF), el Museo Nacional de Folklore (INIDEF). Actualmente,
el INIDEF concentra aquellos institutos bajo el nuevo nombre
de Fundación de Etnomusicología y Folklore.
W.G.
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Desde fines del siglo XVIII, junto con las
actividades instrumentales ya mencionadas, abundan las
representaciones de comedias, tonadillas y sainetes en el
teatro de El Conde. A estas manifestaciones escénicas se
suma desde 1808 la actuación de una «compañía» de ópera
francesa que despierta el entusiasmo de los caraqueños por
estas expresiones líricas. Desde 1822, con la visita de
artistas líricos italianos comienza a predominar en el
gusto del público la ópera italiana, cuya influencia y
repertorio cada vez más amplio, queda de manifiesto en la inauguración del teatro
Caracas en 1854 con la representación de Ernani de Giuseppe
Verdi. En este teatro el 26 de abril de 1873 se estrenó la
ópera Virginia del compositor venezolano José Ángel
Montero. Este tipo de teatro lírico
continuará modelando
el gusto estético romántico
del pueblo caraqueño acentuándose
con la inauguración del teatro Guzmán
Blanco (hoy teatro Municipal) en 1881, con la ópera
El trovador de Verdi. De todas las microformas cultivadas en
el romanticismo en Europa y en América: nocturnos,
preludios, fantasías, rapsodias, polonesas, mazurcas,
polcas, contradanzas y cuadrillas, entre otras, sólo 2
arraigaron en el pueblo venezolano: la canción y el vals.
El repertorio romántico
se ampliará paulatinamente
con el cultivo de obras para piano y orquesta; fantasías,
rapsodias y paráfrasis para piano, para orquesta y para banda, sobre temas de
zarzuelas y de óperas, género con el que culmina la creación
romántica. La
canción romántica fue
el cauce expresivo de los aspectos sensibleros de la época
y se constituyó en la base del próximo movimiento musical
de orientación nacionalista. Pero la técnica empleada en
su armonización, en el giro de las melodías, es una
herencia recibida directamente a través de las distintas
generaciones de la Escuela de Chacao, especialmente de
aquellos «pésames» y «tonos». Entre las danzas de salón,
el vals se adaptó, como lo hizo en otros pueblos
suramericanos, a la idiosincrasia del pueblo venezolano,
cambiando su denominación por la de «valse». Este «valse»
venezolano modificó su movimiento, haciéndose más vivaz; lo mismo sucedió con su figuración rítmica. También
adaptó el sentido expresivo de su melodía a las prácticas musicales del pueblo, mediante el uso de la síncopa y del
contratiempo y de su división formal en 2, ocasionalmente
en 3 partes. El «gran vals» de influencia vienesa, de más
de 3 partes, es europeo o imitación del europeo y su
popularización se hizo a través de las bandas de los
pueblos. Estas agrupaciones musicales fueron sin duda el
principal agente divulgador en todo el país de las formas
musicales cultivadas durante el siglo XIX y parte del XX. A
propósito de las transformaciones sufridas por el vals,
refiere Calcaño: «En Venezuela, como sucedió también en
otros países latinoamericanos, adquirió el valse una
riqueza rítmica desconocida en Europa. (...) Los
ejecutantes populares, al adoptar el valse, fueron incorporándole
diseños rítmicos del joropo, elementos del seis por
ocho de algunos bailes españoles o nativos, del tipo de
zapateado, y, además,
toda una serie abundante de síncopas de origen tal
vez africano, y no sabemos hasta qué punto de fuentes indígenas.
(...) Así llegamos a tener en el valse criollo una
superposición de diferentes ritmos y hasta de diferentes
compases, que hacen en nuestro valse una especie de
contrapunto de ritmos». Uno de los más
importantes maestros de la época, pianista y
compositor de valses para piano, Salvador Llamozas, al
explicar la forma del vals venezolano dice que está constituido normalmente por 2 partes, excepcionalmente por 3:
«…la primera escrita ordinariamente en el modo menor, es
melancólica y pausada; la melodía ondula suavemente. (...)
Al comenzar la segunda, el ritmo se aviva y enardece, y hace
su estallido el entusiasmo. (...) Viene después la tercera
parte a atemperar tales transportes de alegría, a
establecer una especie de diálogo,
festivo y galante; aunque de ordinario consta nuestro
valse de sólo dos partes…» El vals fue la forma musical
por excelencia del período romántico
venezolano; se impuso hacia la década de 1870. Con
las variantes propias de cada región, se llegó a formar un
repertorio que iba desde lo popular hasta las expresiones
académicas más refinadas.
En tanto que el repertorio popular de valses se difundía a
través de pequeños conjuntos instrumentales y de bandas,
los valses más sofisticados
estaban escritos únicamente para el piano. Mientras aquéllos
se basaban en una armonización elemental, cadencias y ritmo
de todos conocidos, al punto que se escribía sólo la melodía
dando por supuesto el resto; los valses para piano se imprimían
en Caracas y en Europa y hacían gala de los más
exquisitos y rebuscados procedimientos técnicos del
sistema de composición para piano de la época. El período
de florecimiento de esta forma abarca casi un siglo: desde
mediados del XIX hasta el primer tercio del siglo XX, al
punto que Rházes Hernández
López propone llamarlo «período del valsismo». El
valse va acompañado del auge del piano, instrumento que no
podía faltar en la sala de toda casa de familia que se
preciara de culta y de poseer cierto status social. Sobre
esto Alirio Díaz dice: «…nunca como hasta entonces había
alcanzado el piano mayor aceptación en la refinada sociedad
caraqueña, la cual llegó a considerarle un elemento
importante en la formación espiritual femenina. Gracias a
esto tuvimos, en la segunda mitad del siglo XIX, un grupo
conspicuo de damas pianistas que sobresalieron no sólo como
brillantes intérpretes, sino además
como excelentes compositoras. (...) dentro de ese
grupo quien alcanzó universal renombre como intérprete fue
Teresa Carreño, inigualable en su época….» Existió más
de un centenar de pianistas y violinistas
compositores aficionados unos, profesionales otros. Algunos
de estos músicos se formaron en Europa, otros en Estados
Unidos y la mayoría realizaron sus estudios en Caracas con
profesores venezolanos y extranjeros que enseñaban en
diferentes instituciones oficiales y privadas. Entre los
numerosos pianistas compositores venezolanos de esa época
destacan: Juan Bautista Abreu, discípulo a su vez de José
María Montero, Martín Díaz Peña, Sebastián
Díaz Peña, Rafael María Saumell, María Saumell,
Jesús María Suárez,
Narciso Salicrup y Salvador Llamozas, quien durante más de 30 años contribuyó a la formación de varias
generaciones de pianistas románticos
y a la divulgación de la música a través de su
imprenta musical y de la revista quincenal de música y
literatura Lira Venezolana, que fundara en 1882.
El estudio del piano fue algo fundamental en la
educación musical venezolana del siglo XIX; prueba de ello
es la cantidad de escuelas de música oficiales y privadas
diseminadas por todo el país, en las cuales se estudiaba
preferentemente dicho instrumento. Entre ellas se debe
recordar especialmente la Academia de Bellas Artes fundada
en 1849, el Conservatorio de Bellas Artes dirigido en 1870
por Felipe Larrazábal,
la Academia Nacional de Bellas Artes (1887) y el
Instituto de Bellas Artes (1897). En todas ellas el programa
de estudios más importante
y obligado era el del piano. Los más
grandes compositores, auténticos representantes del
movimiento musical romántico son: Felipe Larrazábal,
Federico Villena, Ramón Delgado Palacios, Teresa
Carreño y José Ángel Montero. Varios de ellos, consumados
pianistas, dejaron importantes obras para dicho instrumento.
Pero no fue sólo en esa rama de la creación que se
destacaron, sino que también cultivaron con éxito dentro
de la estética romántica,
la música religiosa, la vocal, la de cámara
y la ópera. Las obras de estos compositores escapan
a ese romanticismo de tono menor y decadente que gustaba
cultivar la sociedad burguesa de la Caracas de la segunda
mitad del siglo XIX. De Felipe Larrazábal,
dice Rházes Hernández
López que es «…nuestro primer romántico,
tanto por su calidad como por su momento histórico
(...) quien era un pianista de exquisito gusto, interpretaba
preferentemente las obras clásicas alemanas con una delicadeza extremada…» El estudio de esas
obras explica el cultivo que hizo Larrazábal
de la sonata para piano y de la música de cámara,
representada por un Cuarteto, un Quinteto y 5 tríos
para piano, violín y violonchelo, de los cuales se destaca
especialmente el Op. 138 núm. 2, «…quizás
la composición más
importante de todo el siglo XIX en Venezuela…» La
influencia que ejerció sobre él la ópera italiana que se
divulgaba en Caracas se advierte en sus obras menores.
Federico Villena compuso más
de 300 obras en todos los géneros y de cada uno de
ellos nos ha dejado excelentes ejemplos. Al estilo pianístico
«brillante» de la época, corresponden sus Valses de
conciertos y la Fantasía para ocho pianos; en la música de
cámara, se
destaca su Aire variado Op. 52 (1887) para violín y piano;
y su Quinteto para piano, violín, violonchelo y contrabajo;
en la música religiosa una Misa a 4 voces, coro mixto y
orquesta y un Ave María (1881) a 3 voces y sexteto, que
continúan el estilo de la Escuela de Chacao. Ramón Delgado
Palacios, pianista, organista y compositor, era poseedor de
una técnica excepcional que siempre puso al servicio de la
expresión musical y no como era costumbre de la época,
como medio efectista y de lucimiento personal. Su producción
más importante
la constituyen sus valses para piano, obras escritas con un
sentido nacional pero con una alta técnica pianística y
una rítmica compleja. Teresa Carreño fue la personalidad
musical más destacada
como concertista de piano no sólo en Venezuela sino
internacionalmente. El perenne deambular propio de su
actividad artística le restaba tiempo para dedicarse a la
composición. Esta es precisamente una faceta poco conocida
de la gran pianista. Su producción guarda estrecha relación
con la técnica y procedimientos característicos de su
instrumento preferido y con el cultivo de las pequeñas
formas; todo dentro de una escritura depurada, sin
concesiones al gusto de la época. Compuso algunas obras
circunstanciales para solistas, coro y orquesta, pero su
obra cumbre es indudablemente su Cuarteto de cuerdas en si
menor (1896). Con José Ángel Montero culmina la serie de
grandes instrumentistas y compositores del romanticismo
venezolano. Por la circunstancia de ser hijo y al mismo
tiempo discípulo de José María Montero, se convirtió en
el nexo transmisor del estilo de la Escuela de Chacao. De
esta manera la tradición musical colonial llega casi hasta
comienzos del siglo XX a través de Juan Manuel Olivares,
maestro de José Luis Landaeta; por su parte éste lo fue de
José María Montero y éste, finalmente, de su hijo José
Ángel. Este último es uno de los compositores más
prolíficos que ha tenido el país. Encaró todos los
géneros y logró destacarse por igual en la música
religiosa y en la profana vocal e instrumental, de salón,
de conciertos y en la teatral. La actualización de sus
conocimientos sobre las últimas tendencias de composición
europeas, las adquirió a través del estudio directo de las
obras de aquellos músicos. Además,
por su vinculación con la zarzuela y la ópera, a
través de su actuación como violinista o flautista de las
compañías líricas que visitaban Caracas y como director
de la orquesta del teatro Caracas, adquirió los
conocimientos técnicos suficientes como para amalgamar
luego, en sus propias zarzuelas, los giros hispánicos
con los ritmos criollos e intentar su mayor ambición:
escribir una ópera. Esto se concretó con la composición
de su ópera Virginia sobre un libreto de Domenico
Bancalari. Se debe reconocer en Montero el esfuerzo que
significó pasar de la composición más o menos estereotipada de las pequeñas formas para piano, a
una creación compleja y de vastas proporciones como lo es
una ópera. Con estos compositores se cierra brillantemente
el período romántico
propiamente dicho y un ciclo de producciones
musicales de gran importancia en la historia musical
venezolana.
Hasta cumplido el primer cuarto del siglo XX se
prolongarán las
manifestaciones románticas
tardías en las formas líricas y pianísticas.
Ejemplo de esto nos lo ofrecen las obras de Pedro Elías
Gutiérrez y de Manuel Leoncio Rodríguez. El primero de los
nombrados debe su fama al joropo Alma llanera, integrante de
la zarzuela homónima con texto de Rafael Bolívar Coronado
y a una serie de valses. Manuel Leoncio Rodríguez, influido
por los compositores alemanes, fue un genuino representante
del romanticismo tardío, especialmente con su obra Leyenda,
para violín y piano. Otro compositor cuya obra, estética y
estilísticamente corresponde al período que estamos
mencionando, es Reinaldo Hahn. Sin embargo, aunque nacido en
Caracas, su obra no tiene puntos de contacto con la historia
musical venezolana, pues desde muy niño se educó en París.
Allí desarrolló su vida y su producción artística. Se
destacó en la dirección orquestal, fue director de la Ópera
de París y como compositor abordó con éxito los más
diversos géneros. Logró renombre especial con sus
canciones Chansons grises, sus piezas de salón y sus
operetas Ciboulette, 1923; Mozart, 1925; Brummel 1931;
Malvina, 1935.
Las actividades musicales caraqueñas sólo habían
sido tema de comentarios periodísticos hasta 1883; en esta
fecha la obra del general Ramón de la Plaza Ensayos sobre
el arte en Venezuela ofrece con perspectiva histórica un
panorama del quehacer musical y plástico
del país hasta esa fecha. La obra está
escrita en el estilo de los «memorialistas» de la
época y aunque adolece de algunas inexactitudes, tiene el mérito
de ser la primera historia de las artes plásticas
y de la música que aparece en el país. Sus datos, aún
hoy, son fuente de consulta y de investigación obligada. A
partir de la última década del siglo XIX comienza la
brusca decadencia de las actividades musicales, las que se
ven reducidas a sus expresiones más
elementales: lo mismo sucede con la música
religiosa.
Las actividades musicales que se desarrollaron
desde el período colonial hasta el romántico,
fueron consecuencia de una evolución coherente con
las posibilidades del medio ambiente, que no impedían el
contacto con las expresiones musicales europeas de su época.
Luego del período guzmancista se suceden los trastornos políticos
y se acentúa una decadencia económica que produce, entre
otras cosas, un estancamiento en la producción musical que
se mantuvo durante casi 40 años hasta la década de 1930. Sólo
a partir de 1920, los jóvenes compositores de entonces
comienzan a actualizarse técnica y estéticamente. Se
produce por esa circunstancia una música nueva relacionada
con las tendencias europeas contemporáneas.
Debido a circunstancias fortuitas, hacia 1925 se
encontraban en Caracas, radicados o en tránsito,
una serie de aficionados a la música provenientes de
diferentes países europeos con actividades y profesiones
diversas; sólo los unía el vínculo común de su pasión
por la música. En las reuniones musicales que celebraban,
se estudiaban las partituras, se ejecutaban las obras para
piano y de cámara de
los compositores contemporáneos y
se escuchaban las 6 grabaciones fonográficas
de músicos hasta entonces desconocidos en Caracas.
Así fue que los jóvenes estudiantes de música de aquel
entonces tuvieron la oportunidad de empezar a estudiar a César
Franck y los compositores pertenecientes a la Schola
Cantorum, a Claude Debussy, Richard Strauss, Darius Milhaud
y Erik Satie. Aquel grupo renovador de la música venezolana
lo constituyeron inicialmente unos pocos músicos, con
acusadas diferencias en edad, en la formación cultural y en
los estudios musicales: José Antonio Calcaño, Miguel Ángel
Calcaño y Vicente Emilio Sojo. A ellos se sumaron luego
Juan Bautista Plaza, Moisés Moleiro, Juan Vicente Lecuna y
ejecutantes y cantantes como William Werner, Emilio Calcaño
Calcaño, Francisco Esteban Caballero y Ascanio Negretti
Vasconcelos. De los viejos, según José Antonio Calcaño, sólo
Manuel Leoncio Rodríguez se reunía con los jóvenes y se
interesaba por lo que hacían. Hacia 1920, integró con José
Antonio Calcaño, Richter y Francisco Esteban Caballero, el
primer cuarteto de cuerdas dedicado a estudiar y divulgar la
nueva música europea. Es evidente que la difusión de las
nuevas tendencias provocó una ruptura con los músicos
pertenecientes a la vieja escuela «valsística» y del «pianismo
romántico». Ello
hizo que simultáneamente
surgiera una nueva actividad: la crítica musical,
ejercida principalmente por José Antonio Calcaño con el
seudónimo de Juan Sebastián
y Juan Bautista Plaza, desde la prensa, la cual era
un excelente medio para justificar, aclarar, apoyar y
discutir las nuevas realizaciones.
Hacia 1925, la música de cámara
era la única con posibilidades de ejecución pues no
existían conjuntos orquestales y corales estables. La única
actividad artístico-musical que se ofrecía con cierta
regularidad en el teatro Municipal, eran las temporadas de
ópera italiana, debidas especialmente al empresario Adolfo
Bracale, entre los años 1917 y 1932. Rházes
Hernández López
dice: «Para entonces tres salas de espectáculos
contaban con sus Orquestas contratadas: eran los
cines Rialto, Capitol, el Teatro Calcaño y, posteriormente,
el teatro Ayacucho, cuyos directores, el violinista José
Lorenzo Llamozas y el Maestro Vicente Martucci, ofrecían
buenas audiciones con trozos de óperas y otras fantasías
orquestales. Entre los años de 1927 y 1928, nuestros
compositores cultos se reunían en la Escuela de Música y
Declamación [hoy Escuela Superior de Música José Ángel
Lamas] y allí cambiaban ideas sobre los problemas del
arte…» Un acontecimiento inesperado vino a incentivar aún
más el
entusiasmo de aquel grupo de jóvenes músicos. En diciembre
de 1927 actuó con gran éxito en el teatro Municipal de
Caracas el grupo de Coros y Danzas Ucranianos, integrado por
18 voces. Ello proporcionó la idea a: «…Emilio Calcaño,
quien siendo amigo de la agrupación rusa propuso a Juan
Bautista Plaza y a Vicente Emilio Sojo, director y
subdirector de la Tribuna Musical de la catedral de Caracas,
hacer una comparsa de coro ruso para los próximos
carnavales de 1928. (...) Aceptado el proyecto se constituyó
un pequeño coro compuesto por Sojo, Plaza, José Antonio
Calcaño, Miguel Ángel Calcaño, Emilio Calcaño y William
Werner. (...) El repertorio musical era de unos 20 números,
música compuesta por Sojo, Plaza, José Antonio y Miguel Ángel
Calcaño. Fue un éxito rotundo…» Por sugerencia de Isaac
Capriles a Vicente Emilio Sojo, se pensó entonces en
organizar un orfeón que llevaría el nombre de José Ángel
Lamas y que dirigiría Vicente Emilio Sojo. Para ello,
durante los años 1928 y 1929, Moisés Moleiro y los
compositores ya mencionados se dedicaron a escribir el
repertorio coral consistente en canciones y madrigales. La
presentación del conjunto coral integrado por más
de 80 voces tuvo lugar en junio de 1930.
A todo esto, la actividad orquestal comenzaba a
cobrar importancia y regularidad en su funcionamiento, por
el deseo de los músicos de jerarquizar y dar carácter
profesional a sus actividades, al tiempo que las
constituían en un medio respetable de vida. En 1922 se
funda la Unión Filarmónica de Caracas bajo la dirección
de Vicente Martucci, sociedad que perdurará
hasta 1929. Muchos de sus integrantes serán
los que, el 24 de junio de 1930, intervendrán en el teatro Nacional en el concierto inaugural de la nueva y
definitiva agrupación orquestal denominada Sociedad
Orquesta Sinfónica Venezuela. Entre ellos, Vicente
Martucci, quien dirigió la primera parte del concierto
inaugural y compartió durante ese año la dirección con
Vicente Emilio Sojo. Resulta una feliz y sintomática
coincidencia el hecho de que, simultáneamente con el entusiasmo por estudiar y cultivar nuevas fórmulas de
composición se llevara a cabo la creación de un coro y de
una orquesta. Ello sirvió para plasmar en una realidad
todos los sueños de creación musical de aquellos jóvenes
músicos. Comenzó a sistematizarse y jerarquizarse la
docencia musical. En la Escuela de Música y Declamación,
Juan Bautista Plaza se hizo cargo de las cátedras
de Armonía y Composición desde 1924 hasta 1928. Por
su iniciativa, el Ministerio de Educación creó la cátedra
de Historia de la Música en 1931.
En 1936 Sojo es nombrado director de la Escuela,
crea nuevas cátedras y
toma a su cargo la de Composición, de la que surgirá
la primera generación de compositores en 1944. La
existencia y desarrollo de estas 2 instituciones
fundamentales para el perfeccionamiento y difusión de la música:
el Orfeón Lamas y la Orquesta Sinfónica Venezuela, se
deben al esfuerzo y constancia de Sojo por llevarlas a buen
término. Sin su labor tesonera por elevar el nivel musical
del país, nada se hubiera logrado. Bajo su enseñanza se
formaron 3 generaciones de compositores y bien puede decirse
que, desde su cátedra
de Composición, contribuyó sobremanera a crear la
escuela moderna de música venezolana. El otro aspecto
destacable y relevante de su obra es la recopilación,
armonización y arreglo de gran cantidad de canciones,
aguinaldos y danzas populares al estilo de la tradición de
los cantores y «guitarreros» populares. Sus numerosas
obras de carácter religioso
siguen los lineamientos técnicos de los grandes
polifonistas renacentistas, dentro de un estricto sentido
formal y tonal que las entronca, a su vez, con la tradición
de nuestros compositores coloniales. En toda su producción
flota un sentimiento nacionalista que se encargará
de inculcar a sus discípulos. De todos los
compositores pertenecientes a este siglo, el más
prolífico fue Juan Bautista Plaza. Su música, de
tendencia nacionalista, acusa un estilo muy personal
profundamente consustanciado con nuestra tradición musical
como lo demuestran su Misa de réquiem y los poemas sinfónicos
El picacho abrupto, Las horas, Fuga criolla y Fuga romántica.
Su catálogo sobrepasa
las 300 obras. Se destacó, además,
como maestro de capilla de la catedral de Caracas,
conferencista, docente e investigador. En este sentido, su
trabajo de catalogación, estudio, reconstrucción y
publicación de la música del período colonial, que abarcó
los años 1936 a 1944, permitió salvar y difundir uno de
los archivos musicales más valiosos del continente. Otro destacado integrante del grupo
fundador del movimiento modernista fue José Antonio Calcaño.
Su labor incesante en pro de la música venezolana y por la
difusión de la música en general, la llevó a cabo como crítico
musical, conferencista de radio, televisión
e instituciones culturales, como docente,
instrumentista, director de orquesta, de coros, musicólogo
y compositor. Al igual que sus compañeros de grupo, sobre
las distintas influencias de carácter
técnico predomina en su producción el espíritu
nacionalista. Realizó una inmensa labor en forma
ininterrumpida durante más
de 40 años en favor de la difusión de la música
europea y nacional, a través de la docencia y al frente de
la coral Creole que él fundara. Su labor más trascendente ha sido la investigación musicológica,
concretada en una publicación que resume todos sus trabajos
anteriores: La ciudad y su música (1958), estudio sobre la
evolución de la música venezolana desde la Colonia hasta
1919. Su producción musical, enmarcada al comienzo por el
impresionismo, pronto incursiona por nuevos derroteros de la
composición moderna (supresión de desarrollos, atonalismo,
politonalidad, destaque especial de los timbres
instrumentales), en obras como su Suite extraída del ballet
Miranda en Rusia, inspirado en la vida del héroe caraqueño,
e integrada por: Obertura, Nocturno, Escena y Danza Finales;
su Elegía coral a la memoria de Andrés Eloy Blanco; In
Memoriam, en homenaje a los héroes de la batalla de
Carabobo y De Profundis, obra sinfónico-coral en homenaje a
Simón Bolívar, constituyen claros ejemplos de su sentido
nacionalista trascendente, de proyección universal. Moisés
Moleiro se integró al poco tiempo de organizado el grupo de
aquellos 3 pioneros de la música moderna venezolana. Aunque
compuso preferentemente para su instrumento, el piano, también
abordó la composición para orquesta, canto y piano y coro
mixto a capella. Sus obras, de claro sentido nacionalista,
con estilización de giros melódicos y ritmos folklóricos,
siempre aparecen encuadradas dentro de formas clásicas
o barrocas: Sonata al estilo clásico,
para piano y posteriormente instrumentada para
orquesta de cuerdas, Pequeña suite, 5 sonatinas, Suite
infantil, Estampas del llano. Otro destacado pianista y
compositor que se integró al grupo anterior es Juan Vicente
Lecuna. Su producción comprende diversos géneros, pero sus
creaciones mejor logradas son las que pensó para su
instrumento preferido, el piano. Su música, de un
nacionalismo trascendente, fue siempre ajena al documento
folklórico y de una concepción armónica avanzada, con
respecto a la practicada por sus compatriotas. Son un
ejemplo de ello sus Sonatas de Alta Gracia, sus Quatre pièces
pour piano, su Movimiento para orquesta, la Danza para
orquesta, el Cuarteto de cuerdas y la Sonata para arpa.
Mientras este grupo de compositores y otros más,
realizaban sus labores creadoras, Sojo, desde su cátedra
de Composición en la Escuela de Música preparaba la
primera promoción de compositores que egresaría en 1944.
Su labor docente en este sentido se extenderá
hasta la generación egresada en 1964. Este numeroso
grupo de jóvenes compositores comienza a crear dentro de la
corriente nacionalista y de tendencias técnicas y
expresivas propias del impresionismo. Muchos de ellos, a
medida que van afianzando sus propios valores, empiezan a
ensayar nuevos recursos técnicos. En el transcurso de esos
20 años se formaron y entraron a la vida de creación artística
numerosos compositores venezolanos. Entre las obras más
divulgadas de estos compositores seleccionamos las
de: Antonio Estévez: Suite llanera (1942), Concierto para
orquesta (1950), Cantata criolla: Florentino el que cantó
con el diablo (1954). Inocente Carreño: Margariteña
(1954), Suite sinfónica núm. 1 (1955). Ángel Sauce: Jehová
reina, cantata (1948), Cecilia Mujica, ballet sinfónico-coral
(1957), Romance del rey Miguel, ballet, (orquesta e
instrumentos autóctonos, 1961). Blanca Estrella (primera
mujer que obtuvo en Venezuela el título de compositora en
1948), Fantasía de Navidad (1948), Tres estampas sinfónicas,
María Lionza, poema sinfónico (1958). José Clemente Laya:
Suite venezolana (1956), Rapsodia (1957), ambas para
orquesta. Evencio Castellanos: Concierto para piano y
orquesta (1944), El río de las siete estrellas, poema sinfónico
(1946), Santa Cruz de Pacairigua, poema sinfónico, Suite
avileña (1947), El Tirano Aguirre, oratorio profano (1962).
Antonio Lauro: Cantaclaro, cantata profana sobre la novela
homónima de Rómulo Gallegos (1948), Giros negroides, suite
sinfónica (1955), Concierto para guitarra y orquesta
(1956). Nelly Mele Lara: Fantasía para piano y orquesta
(1961), Misa criolla (1966). Andrés Sandoval: Sinfonía
para piano y orquesta (1950), Rapsodia para piano y orquesta
(1956), Caracas, concierto para clarinete y orquesta.
Modesta Bor: Obertura para orquesta (1963), Sonata para violín
y piano (1963). Gonzalo Castellanos: Suite sinfónica
caraqueña (1947), Antelación e imitación fugaz (1954),
Fantasía para piano y orquesta (1957). Raimundo Pereira:
Movimiento sinfónico, Cántico. José Luis Muñoz: Sonata clásica
(1954), Preludio sinfónico (1958). Alba Quintanilla:
Ciclo de canciones para soprano y piano (1966), Tres
canciones para mezzo-soprano y orquesta (1967). José
Antonio Abreu: Concerto grosso para piano y cuerdas,
Sinfonietta neoclásica,
dos Sinfonías. Federico Ruiz: Sonata para acordeón
(1971), El santiguao, preludio y fuga vocal sobre un tema
negroide (1976), Dispersión (1976); Evocación (1976),
poema sinfónico-coral, Cuarteto de cuerdas (1976), Página íntima (1979), piano, violín y violonchelo, Concierto para
piano y orquesta (1979), Viaje (1981, recitante, quinteto de
voces mixtas o coro, órgano y orquesta), Octeto (1983).
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