Seccion:
Tradiciones Folklore y Valores de Venezuela
Cerámica
Prehispánico
La cerámica constituye
la evidencia arqueológica más
importante y mejor preservada en los yacimientos
correspondientes a pueblos sedentarios y generalmente agrícolas
del período neoindio (1000 a. C.-1500 d. C). Como no era
conocido el uso del metal, gran cantidad de utensilios y
objetos rituales de esa época fueron elaborados con
arcilla. Este es un material que resiste el paso del tiempo
y el desgaste producido por los elementos naturales. Aún no
se conoce el origen de la tecnología alfarera en América;
sin embargo, algunos autores como Meggers, Evans y Estrada
(1965), han sugerido que ésta tiene un origen asiático
y que fue difundida en territorio americano por
contactos transpacíficos. Otros arqueólogos (Lathrap,
1968) están a
la espera de nuevas evidencias para destacar la posible
invención independiente que pudo tener esta tecnología en
América. La evidencia más
temprana del uso de la alfarería en el continente
americano (más de
3.000 años a. C.) proviene de la costa ecuatoriana
(Lathrap, 1975) y de Puerto Hormiga, Colombia
(Reichel-Dolmatoff, 1965). Los hallazgos encontrados
sugieren la existencia de una tecnología alfarera bien
desarrollada, por lo que es probable encontrar sitios donde
se evidencie una experimentación tecnológica que sea aún
más temprana.
En Venezuela, 2 sitios cerámicos
han proporcionado fechas correspondientes al tercer
milenio a. C.: Rancho Peludo (Edo. Zulia; Rouse y Cruxent,
1966) y La Gruta (sur del Edo. Guárico; Roosevelt A., 1978). Sin embargo, estudios recientes han
puesto en duda estas fechas tan tempranas (Zucchi, Tarble y
Vaz, 1984 y Vargas, 1981). Fue sólo alrededor de los 1.000
años a. C., cuando la alfarería asociada a la agricultura
se extendió al resto del territorio. Con el desarrollo de
la agricultura o explotación intensiva de los recursos
naturales, fueron introducidos cambios en el patrón de
subsistencia y modificaciones en el estilo de vida de los
pueblos prehispánicos;
hubo un mayor sedentarismo, aumentos demográficos
y un incremento en la variedad y cantidad de
artefactos cerámicos.
El peso, volumen y fragilidad de las vasijas fueron
factores que influyeron para evitar la utilización de la
alfarería por parte de los grupos nómadas. De ahí que la
sedentarización trajo consigo la adopción de esta tecnología.
Los cambios ocurridos en la dieta por los nuevos cultivos
hicieron necesaria la elaboración de nuevos implementos
para almacenar, cocinar y servir alimentos. La cerámica,
al resistir el calor, conservar los líquidos
frescos, y ser impermeable, respondía a estas necesidades más
eficientemente que los recipientes de cestería,
madera y calabaza de uso común. Si bien la gran mayoría de
los tiestos cerámicos
encontrados en los yacimientos corresponden a vasijas
de uso práctico (ollas,
botellas, boles, tazas, platos, budares, jarras, materos,
coladores, tapas y topias), la arcilla fue también para los
pueblos precolombinos un medio de expresión artística no sólo
en los objetos de uso diario sino en aquellos destinados a
las actividades ceremoniales. Cabe destacar que al
referirnos a las sociedades prehispánicas,
resulta incongruente separar el mundo espiritual y el
mundo cotidiano. La cosmovisión indígena permeaba todas
las actividades, y los símbolos utilizados en la expresión
artística, generalmente correspondían a esta visión y la
reforzaban. Por eso, es probable que los diseños utilizados
en la cerámica, incluyendo
la alfarería para uso práctico, tuvieran un valor simbólico además del decorativo. Ciertos artefactos, como las figuras
zoomorfas y antropomorfas, los incensarios (Wagner, 1972),
las maracas, las urnas funerarias, etc., sin embargo,
parecen haber tenido una función netamente ceremonial.
Algunas de estas piezas tienen un alto valor estético
(Boulton, 1978). La arcilla también se utilizó para
embellecimiento personal (cuentas, pintaderas, orejeras)
para fabricar instrumentos musicales, pipas, juguetes, pesas
de huso utilizadas para hilar algodón, fichas, pesas para
las redes de pesca, etc. Se han encontrado evidencias
arqueológicas y etnohistóricas que indican que algunos
grupos, además de
fabricar cerámica para
el consumo de su propia comunidad, se especializaban en la
producción alfarera con fines de intercambio. Así, la de
los otomacos del Orinoco medio llegaba a los grupos
llaneros, quienes apreciaban estas ollas para cocinar el
aceite de tortuga (Morey, 1975). Se puede inferir en los
yacimientos arqueológicos que hubo comercio al encontrar
tiestos anómalos, distintos a la cerámica
elaborada en el sitio.
Manufactura: En la Venezuela prehispánica se desconocían el torno y el molde, técnicas cerámicas
que generalmente están
asociadas con una producción masiva. La mayor parte
de la cerámica precolombina
en el país era un producto doméstico, generalmente
elaborado por mujeres (Linné, 1965) quienes transmitían
esas técnicas a las generaciones siguientes. Es probable
que en ciertas culturas precolombinas venezolanas surgieran
artesanos destacados que se especializaban en la producción
alfarera de una manera exclusiva. Cada una de las etapas del
proceso de manufactura de una pieza cerámica
(preparación de la pasta, construcción, decoración
y cocción) requiere conocimientos técnicos especiales, que
se han ido perfeccionando a través del tiempo. La preparación
de la pasta comienza con la selección y recolección de la
arcilla en depósitos escogidos por su pureza, humedad,
color, etc. (Osborn A., 1979). Después de eliminar las
impurezas y amasar la greda, generalmente es añadido algún
tipo de desgrasante (antiplástico)
para evitar que la pieza se encoja y resquebraje
durante el proceso de secado y cocción. En Venezuela,
algunos de los materiales utilizados con este fin son:
arena, piedra triturada, conchas molidas, tiestos molidos,
fibras, cortezas quemadas, caraipé, una ceniza rica en sílice
proveniente de la corteza de ciertos
árboles de la familia Rosacea [Linné, 1965] y la
esponjilla de agua dulce (cauixí: la espícula de una
esponja de agua dulce, Parmula batesii Carter y Tubella
reticulata Carter). El tipo de desgrasante elegido por los
alfareros en gran parte dependió de la disponibilidad de
materiales. El empleo de conchas molidas, por ejemplo, era más
común cerca del mar. La esponja de agua dulce, cuyo
sílice ofrece al artesano distintas ventajas, se encuentra
sólo en la riberas de ciertos ríos, aunque podía llegar a
otras zonas a través de las redes de comercio. Se ha
sugerido que en Venezuela la elaboración de una pieza cerámica
se hacía mediante el modelado directo de una pieza
de arcilla y a través de la superimposición de rodetes de
arcilla, unidos hasta alcanzar la forma deseada (Cruxent,
1980). Para tratar las superficies fueron empleados diversos
procedimientos tales como el alisamiento, el raspado con algún
objeto curvo (por ejemplo, un pedazo de tapara o madera), la
pulitura con diferentes grados de brillo, mediante un
guijarro redondeado y finalmente, el empleo de un baño de
arcilla muy fina diluida en agua, denominado engobe, el cual
puede también ser pulido. En la América prehispánica
no se conoció la técnica del «vidriado», muy común
en la cerámica del
Oriente y del Viejo Mundo (Shepard, 1954). Algunas piezas
cerámicas presentan
en la base o en la parte inferior de la panza, impresiones
de tejidos de cesterías o trenzados, logrados mediante la
presión de estos materiales sobre la arcilla húmeda
durante el proceso de manufactura. Una superficie rugosa
podría ser una ventaja para una vasija utilitaria, ya que
resbalaría menos y podría absorber el calor del fogón con
mayor rapidez debido a su mayor superficie efectiva (Linné,
1965). Los alfareros precolombinos del territorio venezolano
emplearon toda una gama de técnicas decorativas que
incluyen la pintura (monocromas, bicromas y policroma); el
modelado (apéndices geométricos, zoomorfas o
antropomorfos, asas, patas, figurinas, etc.); el appliqué
(tiras, botones, representaciones geométricas y zoomorfas
en bajorrelieve: ranas, serpientes, tigres, etc.); la incisión
hecha con diferentes técnicas (fina, ancha, llana,
profunda, ejecutada antes o después de secarse la vasija,
con una infinidad de expresiones rectilíneas, curvilíneas
o figurativas); la escisión, en la cual se rebajan ciertas
zonas del diseño (generalmente en combinación con decoración
incisa); impresiones hechas con las uñas, con los dedos,
con canutillo, con fragmentos de concha, con semillas, con
tejidos, etc., y múltiples combinaciones de estas técnicas
(Cruxent y Rouse, 1961). Una vez elaborada y decorada la
vasija, se dejaba secar para someterla al fuego. Hasta ahora
en Venezuela, no se han descubierto hornos precolombinos
para la cerámica y
se presume que las piezas eran expuestas al calor para la
cocción en quemaderos abiertos, semejantes a los que han
sido descritos para grupos actuales que todavía fabrican
alfarería tradicional (Acosta Saignes, 1964; Osborn, 1979).
Análisis: Como
la arcilla es un material sumamente plástico,
los factores que rigen el producto acabado son
predominantemente de índole funcional o estético, por lo
cual reflejan las necesidades específicas y las normas
estilísticas propias de cada comunidad. Los estilos cerámicos
o combinaciones recurrentes de rasgos cerámicos
propios a un grupo en un
área restringida y en un período limitado, tienden
a ser resistentes a los cambios. Por eso, así como el lingüista
utiliza los fonemas y morfemas para clasificar lenguas y
para demostrar grados de interrelación, los arqueólogos
utilizan la cerámica para reconstruir relaciones espaciales y temporales de los
grupos en el pasado. Estos análisis
se pueden hacer en diferentes escalas: a nivel de
atributos o modos (por ejemplo, elementos aislados tales
como los adornos en forma de mamelón, el desgrasante de espícula,
etc.); a nivel de combinaciones de atributos o tipos (por
ejemplo, la pasta rojiza, la superficie pulida o la decoración
incisa); a nivel de colecciones cerámicas
provenientes de un determinado sitio (los estilos o
alfarerías son definidos por los rasgos característicos
del sitio: desgrasante de concha, decoración rectilínea
incisa y pintada, bases anulares y urnas grandes); y a nivel
de conjuntos de estilos similares y supuestamente
relacionados, o sea, series o tradiciones, cuya extensión
espacio-temporal es más
amplia (Rouse, 1973; Tarble, 1977).
Distribución en Venezuela: Cruxent y Rouse (1961)
establecieron para Venezuela 10 series cerámicas,
las cuales forman el esquema básico
para explicar el desarrollo, expansión y los
diversos contactos entre los pobladores aborígenes de la época
neoindia. Trabajos posteriores han ampliado este esquema,
proporcionando información más
detallada sobre desarrollos locales y regionales. Es
posible destacar ciertas tendencias en el desarrollo de la
producción alfarera prehispánica
en el territorio venezolano. Como lo han señalado
diferentes autores (Osgood y Howard, 1943; Rouse y Cruxent,
1966), la producción cerámica
refleja una cierta dicotomía cultural entre el
occidente y el oriente, la cual corresponde, a su vez, a 2
fuentes principales de influencia externa, ya que el
occidente participaba de los patrones culturales de los
Andes centrales y Mesoamérica (con una subsistencia basada
en el cultivo del maíz o la papa) mientras que el oriente
presentaba rasgos culturales que indican influencias y
contactos con Amazonia y las Antillas (cuya subsistencia se
basó primordialmente en el cultivo de la yuca,
Manihot esculenta G.) Existen diferencias marcadas
entre la cerámica de
estas regiones. En el occidente son comunes las bases con
patas huecas y las anulares altas con o sin perforación,
los bordes simples o huecos, la incisión con poco modelado
y la pintura bicroma o policroma sobre un fondo blanco. En
oriente, en cambio, la alfarería se caracteriza por bases
simples o con anillos bajos y sólidos, bordes con pestaña,
asas acintadas verticales, pintura blanco sobre rojo,
adornos modelados-incisos, así como figuras incorporadas en
las paredes de la vasija (Rouse y Cruxent, 1966). Esta
dicotomía es más evidente
en el período temprano (1000 a. C.- 300 d. C.), durante el
cual los estilos están
bien definidos, son distintivos de las regiones entre
sí y evidencian un alto grado de aislamiento entre las
diferentes comunidades. Fue durante este período cuando se
produjeron algunas de las máximas
expresiones técnicas y estéticas de la cerámica
aborigen: platos de pedestal y vasijas con pintura
policroma de la serie osoide (Edo. Barinas), figurinas
antropomorfas y vasijas ceremoniales del estilo Santa Ana
(Edo. Trujillo), y de la serie tocuyanoide (Edo. Lara). En
el oriente encontramos cerámica
fina pintada del estilo saladoide y vasijas modeladas
incisas y muy elaboradas de la serie barrancoide (Edo.
Monagas). A partir de 300 d. C., aproximadamente, la cerámica
refleja un mayor contacto intergrupal, representado
tanto en la presencia de tiestos de comercio como por las
innovaciones estilísticas que pueden llegar a formar
estilos híbridos con raíces múltiples. Este período se
caracteriza también por un crecimiento demográfico
que eventualmente genera migraciones, las cuales se
perciben a través de la distribución espacio-temporal de
los diferentes estilos cerámicos. Por ejemplo, en el sur del país es introducida una nueva
serie, la arauquinoide, cuyo desgrasante de cauixí indica
un origen posiblemente amazónico. Este estilo cerámico
con incisión fina y profunda, en motivos rectilíneos
oblicuos, llega a reemplazar o ejercer cambios sobre otros
estilos en un vasto sector que incluye los llanos
occidentales, la región de Valencia y todo el curso del río
Orinoco (Zucchi, 1978). Alrededor de los 1000 d. C., se
observan cambios curvilíneos muy fluidos, predominantes,
que son sustituidos por los rectilíneos paralelos y en
forma de peine, los cuales indican una fuerte influencia
desde Colombia (Reichel-Dolmatoff, 1954). Durante este período
ocurre una expansión costera de la serie dabajuroide
caracterizada por la impresión de tejido en las bases,
ollas con cuellos corrugados, patas huecas y pintura roja o
negra sobre blanco. Esta serie probablemente tiene su origen
en la zona de Rancho Peludo (Edo. Zulia). En el oriente se
produjo la expansión de la serie saladoide hacia la costa
(Vargas, 1979), así como la posterior influencia
barrancoide sobre esta cerámica,
la cual se manifiesta en la adopción de nuevas
modalidades de incisión y modelado. En las Antillas Menores
y Mayores se encuentran tanto cerámica
de la serie saladoide como otra, posterior, con
influencia barrancoide que son indicativas de migraciones
colonizadoras provenientes de Tierra Firme. Cuatro de las
series tardías (1000-1400 d. C.): 1) Ocumaroide, de la
costa central; 2) campomoide, de la costa oriental; 3)
memoide, de los llanos y costa central, y 4) la
guayabitoide, de la costa oriental, ejemplifican una
tendencia hacia el mestizaje de estilos, y en las 2 últimas,
se pone de manifiesto la degeneración estética de la cerámica
tardía del país. Durante esta época, la dicotomía
cultural mencionada anteriormente se atenúa, encontrándose
elementos «occidentales» y «orientales»
combinados de diversas maneras en diferentes estilos cerámicos.
Por ejemplo, en Campoma (Edo. Sucre) Wagner (1977)
encontró elementos pintados occidentales y modelados
incisos centro-orientales, además
de una subsistencia mixta evidenciada por la
presencia de manos y metates para moler maíz y budares para
la cocción de las tortas de casabe. La conquista europea
repercutió fuertemente en la producción cerámica
del país. Por una parte, aparecen en los yacimientos
tardíos de poblaciones indígenas, tiestos de manufactura
europea tales como la mayólica, jarros de aceitunas,
recipientes barnizados y porcelana china (Rouse y Cruxent,
1966). Por otra parte, en las encomiendas y misiones,
sobrevive la cerámica
aborigen, la cual sufre una marcada simplificación
debido a varios factores: 1) los misioneros consideraban
paganas las representaciones indígenas y por ende, las
prohibían; 2) los europeos sólo se interesaban en la cerámica
aborigen para fines utilitarios, lo cual redujo la
gama de variedad antes producida, y 3) la dieta europea, con
énfasis en granos, caldos y guisos, habría afectado las
formas y espesor de las vasijas, ya que deberían soportar
por más tiempo
el calor del fogón (García Arévalo, 1978). Estos ejemplos
de los cambios sufridos por la cerámica
en el período indohispano sirven para ilustrar que,
además de
proveer información sobre la distribución témporo-espacial
de la gente que la produjo, la cerámica
se presta también para estudios de la reconstrucción
sociocultural de los pueblos. De ella se puede derivar
información sobre patrones de asentamiento, subsistencia,
tecnología de almacenamiento y preparación de alimentos,
organización y diferenciación social, aspectos de
vestuario, ritual, simbolismo y comercio (Tarble 1977,
1980). K.T.
Siglos XVI-XVIII
El gusto que se desarrolló por la cerámica, durante la época colonial venezolana, fue variado. La
provincia de Venezuela estuvo expuesta a diversas
influencias a través del comercio exterior. Cuando se
fundaron las primeras ciudades del país, en el siglo XVI,
la cerámica utilizada
provenía, en su mayor parte, de alfares españoles. Más
adelante, durante el siglo XVII, aparecieron las
lozas de Holanda y de México, junto con algunas porcelanas
chinas. Estas últimas cobraron cada vez más
importancia, puesto que estaban de moda en Europa. Al
finalizar el siglo XVIII las importaciones de porcelana
china fueron progresivamente desplazadas, aunque no del
todo, por las lozas francesas e inglesas. También debe señalarse
la producción local y la que llegó de Cartagena y Santo
Domingo.
Loza de España: La primera referencia histórica
sobre cerámica hispana
importada a Venezuela, se da en el relato del tercer viaje
de Cristóbal Colón (1498). Las excavaciones hechas entre
1955 y 1961 por J.M. Cruxent, en Nueva Cádiz, han revelado infinidad de fragmentos de lozas y azulejos
sevillanos. Entre la segunda mitad del siglo XVII y hasta la
segunda década del siglo siguiente, a medida que los
alfares americanos se multiplicaban, especialmente en
Puebla, la importación de cerámica
española disminuyó; quizás
también contribuyó a esto, el aislamiento en que se
encontraba entonces la provincia de Venezuela. Hacia 1730,
la Compañía Guipuzcoana dio un nuevo impulso a la
importación de lozas españolas. La cerámica
sevillana fue, como se dijo, la que se importó con
regularidad desde el siglo XVI hasta el momento de la
Independencia. De los alfares sevillanos no sólo llegaron
lozas de uso doméstico sino azulejos y olabrillas también.
Junto con estas importaciones llegaron igualmente piezas de
Talavera de la Reina, Puente del Arzobispo, Alcora, Valencia
y Cataluña. De Talavera arribaron una infinidad de piezas,
especialmente lebrillos, enseres indispensables en la
vivienda y en
las iglesias de la época. Múltiples técnicas (de
fabricación y decorativas) fueron empleadas en las piezas
que llegaron al país. Entre ellas, la más
importante fue la cerámica
cubierta por esmalte estannífero; otras fueron: la
de cuerda seca, cuenca o arista, reflejo metálico.
Desde luego, todas ellas requirieron del uso del
torno y del horno occidental. Los temas decorativos son muy
variados y representativos de las transformaciones que sufría
la Península. Las importaciones continuaron, aunque no tan
frecuentes, durante la Guerra de Independencia. Después de
ésta, en 1821, este intercambio desapareció.
Loza de la tierra: El origen de la cerámica venezolana postcolombina tuvo sus raíces en la cerámica
aborigen. Sin embargo, la sólida tradición alfarera
traída por los españoles afectó los métodos indígenas.
El torno, el horno y los esmaltes de plomo y estaño venidos
de la Península, fueron implantados progresivamente en
territorio americano. A pesar de que en las zonas cercanas a
las nuevas ciudades dominaron las técnicas y formas
importadas, hubo sitios en que la tradición indígena quedó
muy arraigada. Algunas formas criollas también delatan el
mestizaje, por ejemplo, las botijuelas, muchas locerías se
abrieron a la par que las tejerías, al establecerse
firmemente ciertas ciudades. Se sabe que al finalizar el
siglo XVII, algunas locerías de Caracas estaban operando,
ya que sus productos se hallaban en casas particulares, según
lo prueban los inventarios que hablan de éstos como «loza
de tierra» o «loza criolla». Esta «loza» está
principalmente representada por tinajas, cazuelas, múcuras,
curacas, lebrillos, tarros, tejas, etc. La técnica de
fabricación era sencilla, consistía en la utilización de
la arcilla local o de las cercanías, del torno en la mayoría
de los casos (salvo en la manufactura de tejas, ladrillos,
etc.), de una sola cochura y en ocasiones muy especiales, de
un vidriado monocromo o jaspeado. A partir de la segunda
mitad del siglo XVIII, las locerías locales no sólo habían
intensificado su producción sino que ésta era más
refinada y variada. Al finalizar el siglo XVIII se
nota la importancia que ha ganado la «loza de la tierra»
pues, además de
piezas utilitarias, creó objetos ornamentales tales como
los pináculos de
barro vidriado que remataron las cornisas de casas e
iglesias.
Loza de Cartagena y de Santo Domingo: Documentos y
testamentos hablan de la existencia de «losa de cartaxena».
Esto prueba que en Cartagena (Colombia), hubo un centro
locero de alguna importancia, cuya existencia es aún
desconocida por los arqueólogos. Otros documentos se
refieren a «loza de Santo Domingo». Posiblemente, algunos
ejemplares fueron importados a Venezuela a través de la
Compañía Guipuzcoana de Caracas, ya que tanto Santo
Domingo como Cartagena eran puntos obligados para ese
comercio.
Loza de caracol y loza de pedernal: Se ignora técnicamente
cuál fue el
tipo de loza denominada de «caracol», la cual aparece con
cierta frecuencia en los inventarios caraqueños de los últimos
30 años del siglo XVIII. Poco puede decirse sobre la de «pedernal»;
sin embargo, se sabe que era una variedad de «loza opaca»
(¿quizás gres?),
muy resistente, que tomó su nombre de la piedra de chispa
que entró en su composición.
Loza de México: La cantidad de loza que exportó
el virreinato de Nueva España a la provincia de Venezuela
fue considerable. El comercio de lozas entre México y
Venezuela surgió poco después del establecimiento de
distintas locerías en aquel país, en el siglo XVI. La
principal importación que recibió Venezuela provino de
Puebla de Los Ángeles. Luego compitieron, los de Jalapa,
Guadalajara, Patamban y Campeche. Casi todos los cargamentos
salían de Veracruz. La gran cantidad de cacao venezolano
con destino a ese puerto, contribuyó en cierta manera al
desarrollo de la industria locera mexicana; tan es así que
en los alfares de Puebla llegó a hacerse una taza especial
que se llamó «pozuelo caraqueño». Los tipos de piezas
que más se
importaron de México fueron: lebrillos, tinajas,
botijuelas, platos, pozuelos, escudillas, tazas, jarras,
garrafas, búcaros o vasijas hechas con la arcilla del mismo
nombre, azulejos y potes de farmacia. La técnica empleada
en la fabricación
de éstas era la de tradición española, manejada con
maestría y enriquecida por manos indígenas y mestizas. Los
temas característicos fueron generalmente figuras humanas o
animales rodeados de una flora imaginaria o simplemente hábiles
pincelazos decorativos, algunas veces de influencia
española y otras, de influencia china.
Porcelana china: En América hispana la porcelana
china fue conocida a raíz de la fundación de Manila
(1571), pues de allí salían cada año de 30 a 40 barcos
rumbo a Acapulco. De ahí las cargas iban a Veracruz, desde
donde pasaban a otras colonias españolas del Caribe. En esa
época llegaron las primeras muestras de ese arte a la
provincia de Venezuela; lo prueban los tiestos hallados en
la antigua Nueva Cádiz.
Las piezas de porcelana china que se importaron a
Venezuela no fueron de encargo especial sino que llegaron a
través del comercio con México o bien, a través de las
islas holandesas de Curazao y Bonaire que las recibían de
Europa. Durante el siglo XVII Venezuela escasamente importó
porcelana china. Hubo que esperar el principio del siguiente
siglo, cuando renace el interés de España por el mundo
oriental, para que despertara en Venezuela el gusto por lo
«chinesco». La fundación de la Compañía Guipuzcoana
(1728), contribuyó enormemente a la importación de estas
artes del fuego. Los inventarios de las testamentarías,
principalmente las del siglo XVIII, han evidenciado el
creciente interés que mostró el venezolano por la
porcelana oriental. Las importaciones de principios del
siglo XVIII comprendían, sobre todo, pozuelos con sus
platillos, para el té o el chocolate o bien, algunos platos
y platones para servir. A mediados del mismo siglo,
aparecieron los juegos de té y más tarde, los de café. Los floreros, tibores y las figuras de
adorno fueron por lo general escasos. En Europa las familias
aristocráticas solían
encargar las piezas y enviaban a China los modelos de su
gusto; con frecuencia pidieron la representación de
emblemas heráldicos. En
Venezuela no hubo vajillas de encargo, salvo aquellas que
algunas familias trajeron de España, por intermedio de la
Compañía de Indias española; el gusto que se impuso en la
porcelana china de exportación, fue el europeo; así lo
demuestran los ejemplares conservados en Venezuela. Los
estilos en los que se la clasifica, especialmente los del
siglo XVIII, van asociados a los procedimientos. Por
ejemplo, el empleo del óxido de cobalto bajo esmalte dio
lugar a las porcelanas llamadas «azul y blanco». La de
estilo imari muestra la aplicación combinada del azul bajo
esmalte, con el rojo de hierro y el dorado sobre esmalte. En
cambio, el llamado estilo de la familia rosa exigió el uso
de los colores «extranjeros». Este estilo fue una de las
innovaciones más exitosas
y duraderas del siglo XVIII. Dentro de las porcelanas en
dicho estilo, deben distinguirse 2 categorías principales:
la primera, compuesta por las porcelanas destinadas a la
corte imperial china en las que domina el refinamiento, de
diseño chino tanto en la decoración como en la forma; la
segunda, producto de la influencia occidental; ésta estuvo
destinada al comercio exterior y es la que está representada en Venezuela. En la decoración de éstas se
imponen tanto la temática
china como la europea y en ocasiones ambas se
fusionan. Al finalizar el siglo XVIII aparecieron 2 nuevos
estilos derivados de la familia rosa: el rose medallion y el
mandarín; éstos fueron concebidos para la exportación y
alcanzaron su apogeo para 1800. La porcelana china fue
popular en Venezuela hasta el momento mismo de la
Independencia; después, por razones políticas o económicas,
desapareció del mercado local.
Loza de Holanda, Francia e Inglaterra: En la
provincia de Venezuela aparecieron las primeras lozas
provenientes de Holanda hacia la segunda mitad del siglo
XVI. Muchas llegaron a través de las incursiones de los
holandeses en la costa oriental u occidental del país y no
a través del comercio legal. Debe recordarse que Curazao
fue el centro más importante
para la distribución de la «loza de Holanda» en el
territorio americano, especialmente en el
área del Caribe. A las costas venezolanas arribaron
barcos holandeses clandestinos trayendo mercancía de
contrabando para poder llevarse la sal de las minas de Araya
y el tabaco de las siembras de Barinas. A Venezuela
llegaron: platos, tazas de té, pocillos, almofias, tarros,
servicios de café, fusayolas, etc. En su mayoría, estas
piezas fueron hechas con la técnica de la aplicación del
azul cobalto y el esmalte estannífero. Casi todos los
platos presentan una singular característica: la de haber
quedado marcados al reverso por pequeños agujeros, debido
al retiro del esmalte durante la cocción. La decoración
dominante fue la chinesca. J.M. Cruxent señala la
existencia de tiestos de gres (¿pedernal?) alemán
en territorio venezolano, durante este período. Quizás
pudo llegar junto con las lozas de Holanda. Las
importaciones de loza francesa realizadas durante la Colonia
en Venezuela, fueron escasas. Los más
viejos testimonios han sido los tiestos hallados en
los castillos de Guayana: fragmentos de loza de Ruán,
fechados a mediados del siglo XVII. Más
adelante se recibieron: platones, soperas, platos,
bacines de afeitar, etc. La técnica decorativa más
empleada fue la de «gran fuego». Quizás
algunas de estas lozas provinieron de Nevers,
Auxerre, Ancy-Le-Franc, le Château Chevannes, etc. Las
piezas inglesas generalmente entraron al país durante la época
colonial por comercio ilícito, o por los mismos personeros
del gobierno español que trajeron algunas. La mayor parte
de las que llegaron al finalizar el siglo XVIII, llevaban
una decoración que reflejaba la revolución industrial. Con
el objeto de reducir el pintado a mano, para 1750, los
ingleses habían inventado la técnica del dibujo
transferido, la cual está
representada sobre ejemplares que quedaron en
Venezuela.
Siglo XIX
Todavía no se ha realizado una investigación
completa y profunda a propósito de la cerámica
fabricada en Venezuela o de la importada durante la
época nacional, aunque existe un buen aporte en el libro de
Manuel R. Rivero, Lozas y porcelanas en Venezuela. La
producción nacional, llamada «cerámica
o loza criolla», quedó limitada al uso doméstico y
no fue considerada de valor. Sin embargo, continuó la
fabricación de ladrillos, losetas, baldosas, tejas, etc.,
indispensables en arquitectura. Los alfares de los centros
urbanos siguieron apegados a la tradición española y en
general, europea; mientras que los alfares del interior,
diseminados en zonas rurales, conservaron rasgos indígenas
y llegaron incluso a producir una «cerámica mestiza». En cuanto a la loza y porcelana importadas al país
durante el siglo XIX, puede decirse que gran parte
provinieron de Inglaterra, siguiéndole en importancia, las
venidas de Francia, Italia y Alemania. La colección de Arístides
Rojas, la de Manuel Segundo Sánchez,
la de John Boulton y otras más,
forman hoy el punto de partida más
importante para el estudio de la cerámica
del siglo XIX.
Lozas y porcelanas de Inglaterra: Durante la época
colonial estas cerámicas
fueron poco frecuentes. En realidad el comercio inglés
se intensificó a raíz de la Guerra de Independencia,
cuando Venezuela dejó de importar artículos españoles.
Para los años de 1816 a 1819, aparecen registradas las
entradas de varias goletas inglesas que llevaban entre otros
cargamentos, loza inglesa para Venezuela. Es necesario señalar
los encargos de loza que Venezuela hizo a Inglaterra,
especialmente aquellos que tuvieron fines propagandísticos
o conmemorativos, y que recibieron el nombre de «loza
parlante» (término que derivó del francés faïence
parlante, pues fue en realidad la loza francesa,
particularmente la de Nevers, de finales del siglo XVIII y
principios del siglo XIX, la que puso de moda las lozas
conmemorativas que aludían a la Revolución). Aparte de
muchas colecciones particulares, buenos ejemplares se
encuentran hoy en la Fundación John Boulton y en el Museo
de Arte Colonial Quinta de Anauco. Debe indicarse que entre
esa «loza parlante», la cual comprendía platos, tazas,
jarras y otros recipientes, las siguientes inscripciones en
español eran frecuentes: «Memoria/de la acción dada/En la
Sieviga de/Santa Martha por el/General Carreño», «Viva
Venezuela», «Viva la República de Colombia». Además
de alegorías y escudos, muchas lozas llevaban
retratos de los héroes nacionales o de personajes famosos.
Muchos de estos retratos que representan a Simón Bolívar o
Antonio José de Sucre, tienen un gran parecido con los
mismos grabados ingleses de la época; seguramente estos últimos
sirvieron de modelo. Los retratos están pintados, por lo general, a mano empleando óxidos de colores
(colores esmaltados) sobre la loza o porcelana. Los
personajes retratados no son difíciles de identificar, pues
casi siempre les acompaña una inscripción; por ejemplo: «Páez
terror de/Los españoles», «Montilla recuperador/de
Cartagena». Gran parte de esta loza y porcelana fue
encargada a las manufacturas de Davenport, Liverpool y
Staffordshire. Además
de las técnicas del dibujo impreso, de las cuales se
hablará más
adelante, los procedimientos empleados en la decoración
de cerámicas inglesas
del siglo XIX fueron muy variados. Uno de los más
destacados fue el llamado «lustre inglés». Quizá
éste fue técnicamente una adaptación comercial de
la cerámica de
reflejo metálico hispano
morisca. Lo particular de esta técnica reside en el hecho
de buscar la textura y la apariencia del metal. Los efectos
de difracción de las piezas llamadas de «reflejo metálico»
eran producidos por una fina capa de lustre quemada
en una atmósfera de reducción durante 8 a 12 horas. El
lustre podía ser plateado cuando se obtenía a partir del
óxido de platino. En el Museo de Arte Colonial Quinta de
Anauco, Caracas, en la alacena del escritorio, se encuentra
un ejemplar de estos fabricados en Staffordshire. Además
de los lustres púrpuras, luz de luna, dorados, etc.,
uno de los más populares
fue el lustre cobrizo que comenzó a producirse hacia 1820.
Las jarras que llegaron a Venezuela, llevaron con frecuencia
este tipo de decoración. Muchas veces, las zonas que habían
quedado libres de lustre, se pintaban a mano con dibujos
transferidos o con aplicaciones en relieve, con o sin color.
Uno de los métodos decorativos que más
llama la atención es el llamado sprigged ornament,
consistía en adornos en relieve a base de ramos y flores.
Este tipo de ornamentación se generalizó hacia 1820 y se
usó sobre piezas de «reflejos», que en ocasiones llevaban
inscripciones conmemorativas. Además
de Staffordshire, Wedgwood y Adams hicieron uso de
ese sistema de aplicaciones. Por lo general, este tipo de adorno
y de efecto metálico se
encuentra sobre jarras inglesas de características
peculiares: pico pronunciado inspirado en una hoja de
árbol, anchas en la boca y en el cuello, panza
abombada, base definida y por lo general con pie y tapa o
cubierta. Frecuentemente son de tamaño extraordinario, quizás
porque no estaban destinadas al uso doméstico. Al
siglo XIX también pertenecen las lozas conocidas con el
nombre de «estampones», es decir de «ornamentación
transferida». En general, la técnica más
empleada fue la de «impresión de motivos» (bat
printing), sistema que consistía en transferir los dibujos
del grabado a la superficie de la loza o porcelana.
Existieron «estampones» de muchos colores, pero no cabe
duda que los más abundantes
fueron los azules. En «estampón azul» está
hecha una de las vajillas más
célebres que se encargaron a Spode: la llamada del
Libertador Simón Bolívar. Las piezas de ésta llevan en el
centro un escudo: en campo azur 3 estrellas; en el diestro,
en campo sinople, un caballo; en el siniestro, en campo de
plata, un cetro partido en 2. Como ornamentos exteriores: un
cóndor con las alas desplegadas; a la derecha, el dios de
la libertad; debajo una filacteria con el lema «Ser libre o
Morir». Sobre los bordes y las alas de platos y platones,
se ve el tema conocido con el nombre de «Geranio». Jewitt
data la introducción de ese modelo en Spode hacia 1820.
Pero ese tipo de borde no fue exclusivo de la vajilla del
Libertador; aparece sobre otras piezas no destinadas a
Venezuela. Otros temas decorativos que aparecen en las lozas
inglesas importadas durante este período son: picnic,
willow pattern (sauce llorón), peasant style (estilo
campesino), asiatic pheasants (faisanes asiáticos),
british scenery (escena inglesa), chinese bird (pájaro
chino, conocido en Venezuela como «el pato borracho»)
etc.; de este último se conservan en el país numerosos
ejemplares que pertenecieron a la vajilla de Francisco
Antonio y Felipe Fermín Paúl. Sobresale también el tema
griego representado sobre un platón que perteneció a la
familia Arcaya de Coro (hoy en la Fundación John Boulton,
Caracas). El punto de partida de estos temas griegos fue la
obra de sir William Hamilton: Outlines from the figures and
compositions upon the Greek, Roman and Etruscan vases
(1804), dibujada y grabada por Kirk. Para 1806, Spode ya había
sacado sus versiones. Durante el siglo XIX, la loza inglesa
gozó de popularidad entre los venezolanos.
Lozas y porcelanas de Francia: Aunque se conocen
piezas importadas al país al finalizar el siglo XVIII, en
realidad gran parte de ellas, sobre todo las porcelanas,
llegaron después de la primera mitad del siglo XIX. El
costo de importación de la cerámica
francesa fue en proporción, más
elevado que el de la inglesa. El dibujo transferido
era para entonces conocido por los franceses; no obstante,
éstos continuaron decorando las piezas a mano, cosa que no
abarató el costo. El gusto europeo en general y de los
mismos franceses, fue dando preferencia a la porcelana y fue
desplazando a la loza. Los venezolanos siguieron la moda de
encargar porcelanas, aunque se recibieron también algunas
lozas de «gran fuego». En el país existen buenas muestras
de porcelanas procedentes de diversas manufacturas: de París,
Sèvres, de Havilland (Limoges). La decoración que domina
sobre ellos es, en muchos casos, la de tradición
dieciochesca: guirnaldas neoclásicas,
ramilletes de miosotas o rosas rosadas, pájaros
europeos y otros temas realzados con oro;
generalmente policromos y pintados a mano. Si se las compara
con las producciones que hacían las mismas fábricas
para la nobleza europea, puede apreciarse que las
llegadas al país son piezas menos recargadas. Las piezas de
vajillas que aún se conservan en colecciones venezolanas
pertenecieron a familias acomodadas, personajes destacados y
gobernantes de Venezuela. Entre algunas de las vajillas más
conocidas, se citan las de: Martín Tovar Ponte,
Manuel Felipe de Tovar, Benigna de Castro, Luisa Cáceres
de Arismendi, Josefa Palacios Vegas de las Casas,
Andrés Narvarte, Josefa Vega Montilla, José Gregorio
Monagas, Joaquín Crespo. Además
de las piezas de vajillas y servicios de té y café,
objetos de adorno y potes de farmacia frecuentemente se
importaron de Francia. Muchos de ellos, provenientes de
boticas venezolanas, quedaron reunidos en la colección de
Antonio Suels.
Otras cerámicas importadas:
En el siglo XIX llegó a Venezuela una importante inmigración
de alemanes y es de esperarse que de alguna forma
introdujeran al país el gres y la porcelana. Según Manuel
R. Rivero, las mercancías que se recibían en La Guaira y
posiblemente en Puerto Cabello, venían de Hamburgo, Altona
y Bremen. Por consiguiente, los venezolanos no tardaron en
encargar vajillas a Alemania, cuyas manufacturas habían
alcanzado gran prestigio en las cortes europeas desde
mediados del siglo XVIII.
M.L.F.
Siglo XX
Durante los primeros años de este siglo
persistieron en Venezuela 2 expresiones cerámicas
de diferente procedencia y de características
contrastantes. Por un lado continuó la costumbre de
adquirir objetos de porcelana de las grandes manufacturas
europeas; las vajillas presidenciales y diferentes servicios
de porcelana Limoges, Rosenthal, y de otras fabricas
alemanas, inglesas y francesas así como jarrones, formas
figurativas y otros objetos para el uso y la decoración de
las residencias de las personas adineradas. Pero también
subsistió la manufactura de la loza popular; una alfarería
de procedencia indígena que era muy apreciada por nuestra
población: cazuelas, botijas, platos y toda clase de
cacharros y enseres para el uso cotidiano que se
confeccionaban en diferentes zonas del territorio nacional.
Los Andes, Falcón, Lara y los alrededores de Caracas fueron
centros productores de esta cacharrería. Muy conocida y
apreciada fue la alfarería de El Cercado en la isla de
Margarita; acerca de ellas nos refiere Rafael Pineda que
Francisco Narváez le
contaba que cuando era niño se vendía abundantemente este
tipo de cerámicas en
el mercado de Porlamar; y que eran exportadas a las Antillas
en enormes cantidades. Como una evidencia del uso de la
arcilla roja para la elaboración de un tipo de cerámica
escultórica figurativa que también se hizo en estos
años, todavía se encuentran en la fachada de la Escuela de
Música José Ángel Lamas de Caracas, tres bustos de
terracota realizados hacia 1904 por el escultor Ángel Cabré
y Magriñá y 2
de sus alumnos: Nicolás
Pimentel y Lorenzo González.
Según Rafael Pineda, el pintor Manuel Cabré le contó
en una oportunidad, que estas figuras de arcilla fueron
recubiertas por muchas manos de pintura blanca que les
proporcionan una apariencia de objetos de yeso, razón por
la cual se desconoce que son de arcilla roja cocida. Santos,
ovejas y otras figuras modeladas en arcilla roja son añadidas
a la tradición navideña del nacimiento venezolano del
siglo XIX por María Luisa Zuloaga de Tovar quien, menciona
Rafael Pineda en La tierra doctorada, tomó el gusto por la
cerámica al
ver trabajando en la hacienda de Valle Abajo a un alfarero
conocido como El Brujo. Desde ese tiempo data la costumbre
de realizar pesebres para la Navidad con figuras de arcilla
que ha permanecido vigente en todo el siglo XX. En la
literatura de mediados de este siglo hay muchas referencias
a diferentes usos de la arcilla que reflejan cómo se va
sustituyendo en los hábitos
y costumbres de los venezolanos, la tradición del
uso del cacharro y de la loza por el aluminio, el peltre y
otros materiales. Sin embargo todavía se mencionan, en
dichos textos, las vasijas de barro que se compraban
averiadas para las piñatas; los azulejos multicolores para
el piso; y por supuesto, jarrones de China, porcelanas de Sévres
y variados bibelots importados de Europa. Estos últimos
muestran el nuevo gusto de las clases pudientes que se va
imponiendo en Caracas.
Los cambios y reformas ocurridos en el país a
partir de 1936, van a contribuir a proporcionar una nueva
dirección a la cerámica
venezolana. La escuela de Bellas Artes, dirigida por
Antonio Edmundo Monsanto, inicia su renovación; y al
deslindar el Arte Puro de las Artes Aplicadas le da cabida a
la cerámica como
una disciplina susceptible de estudio en una escuela de
artes. Incorpora al pénsum talleres de cerámica
con el objeto de no perder la poca tradición que
existía en nuestro país de trabajar con el barro. Estos
talleres hacen factible el paso de la producción alfarera
espontánea al conocimiento de la cerámica
como una disciplina aplicada que tiene cabida en una
escuela de artes.
El primer profesor con que cuenta el taller de cerámica
de la Escuela de Artes Plásticas
y Artes Aplicadas de Caracas a partir de 1937 va a
ser un ceramista de nombre Piña que tenía algunas nociones
de cerámica aprendidas
en España. El pintor Luis Alfredo López Méndez, a través
de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación,
realizó una inversión de 3.000 bolívares para dotar al
taller de cerámica de
un horno bajo la responsabilidad de Piña. Más
tarde se encargó del taller Joao Gonçalves, un buen
tornero que se encontraba en el país en las alfarerías que
rodeaban la capital y que reunió un grupo compuesto por el
barquisimetano Martín Flores del cual no hay mayores datos,
y Augusto Pereira, de formación escultor, nombrado como
asistente de Gonçalves. Los objetos utilitarios de esta época
son recreados en los bodegones de los pintores venezolanos
Federico Brandt, Rafael Monasterios y Luis Alfredo López Méndez.
Este último decoró a su vez algunas de las cerámicas
de Piña. Entre los alumnos de Gonçalves que van a
sobresalir como ceramistas se encuentran Sergio González,
Adela Rico de Poleo y María Teresa Lucca, quien
realiza una extensa producción de jarrones, figuras de
santos y animales decorados y ornamentados al gusto de la época
que llegaron a ser muy solicitados por el público.
Para 1941 regresa a Caracas María Luisa Tovar
después de una estadía en Nueva York donde había tomado
clases de cerámica. Instala su taller y comienza a desarrollar un trabajo cerámico
concebido como una actividad eminentemente artística
que va a ser de gran trascendencia en la evolución y
desarrollo de esta disciplina. Por esta razón María Luisa
Tovar ha sido vista por los críticos e historiadores como
la pionera de la cerámica
artística en Venezuela.
En 1945 un grupo de alumnos expulsados de la
Escuela de Artes Plásticas
y Artes Aplicadas de Caracas fundan la llamada
Barraca de Maripérez. Allí se congregaron Raúl Infante,
Celso Pérez, Sergio González,
Enrique Sardá,
Luis Guevara Moreno y Pedro León Zapata teniendo
como profesor a Abelardo Márquez, un ceramista espontáneo
de Barquisimeto. En el taller se hacía cerámica
durante las mañanas con una arcilla que traían de
Baruta; durante 2 años llegaron a realizar 1.500 piezas que
fueron exhibidas en el liceo Fermín Toro y vendidas en su
totalidad.
La actividad de formación en los talleres de cerámica
de la Escuela de Artes Plásticas
y Artes Aplicadas se va a establecer definitivamente
como un área
del arte aplicado y sus alumnos van a tener una actuación
destacada durante estos años al participar en los salones
oficiales de arte. En el segundo y tercer Salón de 1942 y
1943 los premios son adjudicados a grupos de estudiantes.
Este hecho va a estimular el desarrollo y la incorporación
de nuevos estudiantes a los talleres de cerámica
de la Escuela. A partir de esta fecha comienzan a
figurar nuevos nombres que van a obtener recompensas: en
1946 María Luisa Tovar; en 1951 María Carlota de Soriano y
en 1952 María Tallian. Para 1948, como gran novedad de la
época, María Luisa Tovar hace una primera exposición
individual de cerámica en el Centro Venezolano Americano de Caracas.
En 1952 se radica en Caracas Seka Severin de Tudja,
la ceramista venezolana que ha alcanzado el mayor renombre
internacional en la segunda parte del siglo XX. Instala un
taller e inicia un trabajo profesional que fue evolucionando
progresivamente.
Para los años 50 la cerámica
ya ha encontrado lugar en el
ámbito plástico
del país; se ha conformado una actividad que puede
ser estudiada en la Escuela de Artes Plásticas
y Artes Aplicadas y que acude a obtener recompensas
en los salones oficiales. Durante este tiempo se suceden
varios acontecimientos que van a estimular y reforzar la
incipiente escena ceramista del país. Miguel Arroyo, recién
llegado a Caracas, asume la dirección del taller de cerámica
de la Escuela de Artes Aplicadas por el período
1954-1955; su presencia y la orientación estética que le
imprimió fueron determinantes para el desarrollo posterior
de este taller. Además
de los lineamientos que impone Arroyo, se decide la
compra de un horno a gas que hacía factible alcanzar
mayores temperaturas. El horno se instala, pero por ciertas
dificultades técnicas nunca fue utilizado con todo su
potencial.
De 1953 a 1956 van a obtener el Premio Nacional de
Artes Aplicadas en los salones oficiales los ceramistas:
Adela Rico de Poleo (1953), Miguel Arroyo (1954), Seka
(1955) y Halyna Mazepa de Koval (1956). El medio plástico
venezolano se encontraba en ese momento sumergido en
el clima de la modernidad y muchos artistas buscaban
diferentes alternativas de expresión. En la casa de Luisa
«la Nena» Palacios se reunió un grupo que dio origen en
1957 a un Taller de cerámica denominado Otepal. A él asistían Amalia Oteiza, la Nena y
Gonzalo Palacios, los mexicanos Antonio y María Helena Peláez y Miguel Arroyo como profesor. Por allí pasaron muchos
artistas plásticos y
muchos nombres de nuestro medio cultural.
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